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VICTIMISMO E IRONÍA



Vivimos en una época de malestar general, de sinsentido generalizado. Este último es probablemente el origen de ese malestar, pues el ser humano soporta grandes penalidades (y ha soportado, en el pasado, condiciones infinitamente más duras de las que hoy, incluso con la crisis, se soportan en el mundo desarrollado) mientras pueda darles un sentido e inscribirlas en una determinada narrativa. En general, mientras todo parezca responder a un propósito, mientras haya promesas de algún tipo de recompensa ‒inmanente o trascendente‒, la gente traga con lo que haya. Pero el nihilismo propio del mundo capitalista globalizado (el nihilismo consumado de Nietzsche y Heidegger, bien entendido), acompañado del desarrollo técnico y científico de raigambre ilustrada, han dejado la trascendencia sin capacidad de proporcionar sentidos psicosocialmente eficientes. Y en cuanto a la pura inmanencia, ésta se basa siempre en la expectativa de un porvenir materialmente mejor que el presente, si no para uno mismo, sí al menos para la generación de los hijos. Esto justificaría cualquier sacrificio; pero la clara percepción de un futuro que sólo será peor es totalmente desalentadora y radicaliza, retroalimentándolo, cualquier nihilismo preexistente. Éste es la causa y el resultado del proceso.

Quizá eso explique un estado de ánimo tan dominante hoy en día, la constante victimización de prácticamente cualquier colectivo; una victimización, además, orgullosa de sí misma ‒pues halla “mérito moral” en ser víctima‒, que encuentra una última satisfacción y hasta una razón de ser en ese talante. Lejos de la protesta, que denuncia la injusticia y quiere repararla, que quiere transformar su situación (normalmente a través de cambios legales específicos y claros), la simple queja no parece aspirar a conseguir nada, no se ve adónde quiere ir a parar. Simplemente encuentra en esa pose su comodidad, un tipo paradójico de placer, una forma de dar propósito a una vida que al parecer se halla privada de él. Y, en efecto, puede que el último resto de la cultura del individualismo hedonista, cuando ya ni siquiera puede obtener más satisfacción, sea esa cultura del victimismo. Quejarse como última forma de placer, morboso e impotente; el placer en el absoluto displacer, una forma de canalizar el malestar psicosocial que sería la modulación actual del círculo de represión, neurosis y sublimación descrito por Freud. Da igual lo mucho que esos colectivos se crean ajenos ‒como suele ser el caso‒ a un individualismo hedonista que asignan, a menudo, al Enemigo, al liberalismo atomizador: son tan parte de él, y están tan frustrados por no haber obtenido sus promesas, que de ahí viene su lamento, su negatividad, su gesto de reclamar al “sistema”, pero sin reconocer que lo hacen, el placer prometido y hurtado, o siempre pospuesto. En su victimismo se delatan. Incluso cuando van de “antisistema”, son los decepcionados porque el sistema no les dio lo que prometió.

Por lo general, el espectáculo de plañideras ‒del funeral de turno‒ que uno encuentra en el actual teatro sociopolítico, cultural y mediático, y singularmente en las redes sociales, es un empacho de puerilidad e indignidad. Si un adulto se caracteriza por su capacidad de soportar privaciones, frente al niño que exige satisfacción inmediata (material o emocional) para no estallar en un berrinche, la sociedad actual ha involucionado hasta lo infantil más allá de toda lástima posible. Los hijos del Bienestar amamantados por la Crisis son quebradizos como hojarasca, incapaces de valérselas solos, y exigen una atención continua para no tirarse al suelo con la pataleta. Toda negativa, aunque sólo sea la discrepancia en una conversación sobre cualquier tema, hace que su ego se tambalee hasta casi venirse abajo, lo cual explica la sobrerreacción que sigue siempre a semejante “afrenta”. Las exigencias ‒o sea, el modo en que plasman sus carencias emocionales y hedónicas‒ de cada colectivo han de traducirse en leyes que restablezcan supuestos equilibrios rotos (o sea, que les otorguen discriminaciones positivas frente al resto), o se rompe la baraja; y la baraja es una democracia que cada vez soporta peor tantas tensiones particularistas, tanto chantaje emocional, tanta incapacidad para verse y sentirse como parte de totalidades, en lugar de creerse protagonista de nuevas épicas. La proliferación de relatos ha dado lugar a la imposibilidad de articular una visión coherente y funcional de las narrativas sociales ‒y eso se ve como un logro, algo liberador, y no como el fracaso que es.

Hace falta, más que nunca, y frente a tanta épica infatuada, una actitud irónica ante la vida. Hay que aprender a darse cuenta de que la pertenencia a un todo es falsa, impuesta, pero que ciertos márgenes de esa impostura son necesarios para que otros también satisfagan sus expectativas, para componer nuestras narrativas. Hace falta ironía también para reparar en que los intereses grupales son no menos falsos, como la identidad que reafirman; que toda identidad es una convención, una ficción necesaria y hasta útil, pero que sólo un fanático ‒alguien que no diferencia contextos‒ la absolutiza y la convierte en su razón de ser, en centro de su existencia. La ironía sabe reírse de las determinaciones dadas de las que, sin embargo, participa. Hay algo de übermenschliche en ella, en el sentido nietzscheano del término (y eso pese a Nietzsche, que no hablaba bien de la ironía); la ironía se ríe de sí misma y del supuesto derecho a sentirse agraviado que ahora es el páthos de todo el mundo. Podría ser, es cierto, que ese páthos fuera una fase necesaria para que la humanidad globalizada llegara a unificarse en una nueva forma de conciencia universalista: quizá sea preparatorio para una aceptación recíproca basada en nuevas reglas. Pero no parece que vaya bien encaminado. La ironía, en cambio, sí permite articular una convivencia destruida por el orgullo y el narcisismo de la subjetividad absolutizada que lo quiere todo. Y que, por eso mismo, no conseguirá nada. En realidad, sabe que no lo hará, y por eso llora. 




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