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TRANSVERSALIDAD

La posmodernidad, en cuanto vago denominador común de la conciencia colectiva en la sociedad neoliberal, tiene su nota más característica en una afirmación: que ya no existe un discurso unificador de la sociedad, la política o la cultura, que todo es una proliferación de relatos, ninguno de los cuales puede reclamar un estatus superior al de otros. Mientras que la modernidad respondió a una serie de grandes proyectos en los que se jugó su razón de ser (Ilustración, nación, lucha de clases, etc.), la mayoría de los cuales acabaron desfigurándose, la posmodernidad se ve libre de tales ataduras; de hecho, de la noción misma de una historia que responda a un sentido: vive en la absoluta sincronía de lo múltiple no sometido a lógica alguna. Para ella todo es relativo, una construcción sociocultural –la naturaleza misma lo es–, y por tanto todo está ontológicamente al mismo nivel, no hay jerarquía que valga. Hablar de jerarquía es visto, en efecto, como una forma de violencia metafísica, una insinuación totalitaria. Por ello, la contraposición entre teoría e ideología se diluye en la miríada de ideologías que se aceptan como tales con argullo; la distinción entre niveles culturales (alto, medio, bajo) es repudiada en favor de una cultura de masas híbrida para la que Beethoven y los Beatles son lo mismo; los consensos sociales se elevan por un criterio democrático a la misma altura que las demostraciones científicas; en general, la inteligencia se considera intercambiable por la voluntad. Es la homogenización total. Para ella, ninguna causa puede reclamar para sí mayor valor que otras. Si hasta hace unas décadas el socialismo fue la causa que englobaba a otras como forma de cambiar el mundo, ahora el aparente fracaso de éste tras la caída del Muro y la desintegración del bloque soviético (el “fin de la historia” de Fukuyama) corta todo hilo conductor y fragmenta las causas sociales en una rapsodia de transversalidades, cada una de las cuales actúa por su lado. Transversalidad invertebrada, podría ser la definición de nuestra época.

Considero que las causas “transversales” (con sus respectivas estéticas y fiestas y colores: verde, violeta, arco iris, etc.) están muy bien, pero se comete un error estratégico al considerarlas luchas independientes ajenas a un marco común que las unifique y coordine. Mientras no se afronte como lucha prioritaria la fundamental, que es la económica, todas las demás diferencias y problemas seguirán estando ahí, porque son consecuencias de esa diferencia estructural y generatriz de la lógica sistémica. Feminismo y ecologismo, las más importantes y urgentes de esas causas transversales, sólo podrán abordarse en serio, más allá de parches y “visibilizaciones”, desde la estructura que separa a varones de mujeres y a la especie del resto de la naturaleza, y ésta es la economía; palabras como “patriarcado”, tan repetidas sin ton ni son, sólo son abstracciones de causas que se omiten, pero sólo en el adecuado conocimiento de las causas están las posibilidades de transformación, no en la descripción de los síntomas. Considerar esa lucha fundamental como algo “del pasado”, “obsoleto”, en favor de otras derivadas de ella, es una estrategia que sólo beneficia al propio sistema político-económico, que no en balde incentiva esta forma “transversal” de pensar a través de sus canales de difusión, instituciones, políticas, etc. Así, todas las movilizaciones son reconocidas como buenas y encuentran legitimación, simpatías y apoyo, siempre que no toquen lo importante, que es la economía. Mientras no sea así, se deja a la gente discutir o manifestarse sobre lo que sea; pero cuando se pone en dedo en la llaga, los discursos sobre los muertos y el hambre del comunismo, el regreso al siglo XIX, la falta de papel higiénico en Venezuela, el terrorismo, etc., lo copan todo, empezando por los partidos y medios de comunicación que se dicen “progresistas”, los cuales fueron los primeros en ser comprados por el capital y, por tanto, responden a sus intereses. Naturalmente que hay una columna vertebral de la sociedad, un orden causal y jerárquico, una diferencia entre discursos principales y secundarios; pero interesa al sistema hacer como que ya no es así, y muchos, por ignorancia, ingenuidad o dejadez, lo facilitan.

Por todo ello, me resisto a calificarme como feminista, ecologista, pro esto o anti lo otro. Soy socialista, sin más –en el sentido clásico del término, por supuesto; nada de “socialdemócrata”–, lo cual hilvana y ordena todo lo demás en una totalidad de sentido y prioridades. Hoy se hace necesario recordar que ser de izquierdas no es una estética, ni tiene nada que ver con el voluntarismo y el buenismo que tanto abunda: es una postura político-económica, referida esencialmente a la generación y la distribución de la riqueza social (que no otra cosa es el trato con la naturaleza y entre nosotros). El resto, insisto, está muy bien, pero son cuestiones colaterales y nunca se arreglarán si no se arregla la fundamental. La que ningún socialdemócrata (ni feminista, ecologista, antirracista u homosexual, en la medida en que sólo sean eso) tiene como prioritaria.



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