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NOTAS SOBRE MARX (III)

Toda sociedad se resiste a aceptarse como un sistema puramente económico; de hecho, su funcionalidad exige que se conciba como “algo más” que eso. Por ello su autorrepresentación es siempre “ideológica”, es decir, una naturalización de las relaciones de producción que hace que éstas resulten invisibles. No se debe confundir, así pues, en sentido marxiano, “ideología” con “ideas políticas”, pero tampoco con una mera “mentira” –de la que sus creadores serían perfectamente conscientes–, pues es un concepto mucho más complejo. Resulta más próximo al sentido genuino de la dóxa griega, que tampoco significa mera “opinión”, sino un conocimiento práctico y efectivo, el cual, sin embargo, nunca puede dar cuenta de sí mismo. Se trata por tanto de una “falsa conciencia” (que afecta a todos por igual, dominadores y dominados): no es un error particular de juicio, sino una distorsión global de la percepción social. Desde el interior de la supraestructura –el nivel simbólico e ideacional de la sociedad– sostenida por el modo de producción no se puede reconocer la realidad “en sí” de éste (es decir, las verdaderas relaciones entre los elementos del sistema, que son siempre productivas), sino que se aprehende alterada. Toda institución (derecho, moral, religión, etc.) es ideológica: un entramado de creencias, valores y prejuicios que contribuyen a la consolidación del sistema y facilitan su funcionamiento. Las relaciones sociales de producción establecidas desfiguran las causas reales de los fenómenos, al obviar su base económica y hacerlas pasar por “naturales”; ello contribuye a asegurar la obediencia de las clases explotadas, aunque las explotadoras son igualmente víctimas de esa “ilusión”. No se trata de un engaño conscientemente orquestado, y la propia economía liberal cree sinceramente –por lo general– lo que afirma.  

La condición fundamental para que exista el capitalismo es que haya inversores con libertad para invertir, es decir, “libre mercado”. Pero el libre mercado (la libre relación de compradores y vendedores) no funciona sin trabajadores: el sistema capitalista se sostiene sobre la ficción de una relación asimismo libre entre el proletario y el burgués (para lo cual es indispensable que previamente haya división social del trabajo, la cual, en la medida en que es profundamente ideológica, nunca es cuestionada; pero sin ésta, la idea misma del libre mercado ni siquiera tendría sentido). El trabajador es libre de aceptar o no las condiciones impuestas por el empleador, al contrario que los esclavos o los siervos en modos de producción anteriores. Ahora bien, lo primero que ha hecho el capitalismo es crear las condiciones en las que los obreros tienen que vender su fuerza de trabajo al precio fijado por el burgués, ya que ésta es lo único que les queda, después de haber sido desplazados de las manufacturas en que trabajaban tradicionalmente o de las tierras a las que estaban atados (pero que les permitían subsistir) y que fueron expropiadas a la aristocracia y al clero por la burguesía al pasar del medioevo a la modernidad –aunque esto depende del país–. Un pasaje esencial de El capital, titulado “La llamada acumulación originaria”, muestra que el proletariado ha sido “creado” mediante esta expropiación, que estableció las condiciones de posibilidad de la implantación del capitalismo a gran escala, proporcionando las grandes bolsas de trabajadores que requiere la industria. Allí donde estas condiciones no han sido establecidas, no existen “proletarios” dispuestos a vender su fuerza de trabajo, como ocurre, por ejemplo, en las colonias recién creadas (donde hay tierra libre que tomar), o en territorios conquistados (al menos en los que aún rijan las antiguas formas de producción ligadas a la tierra). En ambos casos los ocupantes de la tierra –sean nativos o colonos– tienen que ser expulsados a la fuerza para convertirlos en proletarios, dado que, si no, es imposible “exportar” el capitalismo a esos territorios (éste será el proceso que, de hecho, creará ya en el siglo XX el “tercer mundo”). Así lo expone Marx en otro pasaje fundamental de El capital (“La teoría moderna de la colonización”), que describe cómo el verdadero funcionamiento del capitalismo no se puede reconocer en los países en los que está desde hace mucho tiempo implantado, ya que tiende a “naturalizarse” ideológicamente. En las colonias, en cambio, se constata que la propiedad de dinero y de medios de producción (maquinaria, tierras, etc.) no permite por sí sola que se consolide el capitalismo, a falta de obreros que vendan su fuerza de trabajo en ciertas condiciones creadas. El capital, en efecto, no es una “cosa”, sino una relación social de producción, basada en que existan proletarios, es decir, gente que se ve obligada a venderse “voluntariamente”, al no quedarle ya otra forma de subsistencia porque las demás les han sido arrebatadas. El capitalismo se cuida de que haya gente que no pueda –a la que no se permita, de hecho– tener más propiedad que su fuerza de trabajo. Así es como la “libertad” puede aparecer para el capitalista como la absoluta movilidad del dinero (“liberalismo”), es decir, su libertad, creada sobre una base invisible de explotación, de violencia estructural. Ése es el “pecado original” del capitalismo: hay que crear pobreza (de unos) para que pueda haber riqueza (de otros). Pero ello no se reconoce como tal. Por eso en El capital los conceptos de “alienación” (que Marx deja ya decididamente de emplear, al menos de forma explícita) y de “ideología” convergen en el de “fetichismo” (que será llamado por el marxismo posterior “cosificación” o “reificación”), esto es, el modo en que las relaciones sociales son vistas como relaciones entre cosas, en que el resultado del trabajo se aparece como una natural “propiedad privada”, algo que “siempre ha sido así”. De ahí la célebre expresión marxiana: “no lo saben, pero lo hacen”. 

Las verdaderas relaciones sociales, así pues, no pueden aprehenderse –ni, por tanto, modificarse– desde el interior de la supraestructura, en la que todo es ideológico; sólo podrán alcanzarse conociendo la infraestructura económica, nivel en el que habrán de hacerse los cambios precisos para poder así modificar el conjunto de la sociedad. La ciencia (como Marx pretende que sea la economía política, la verdadera “ciencia de lo histórico”) debe descubrir las verdaderas condiciones sociales de producción, las cuales encubren una violencia constitutiva. Al contrario que la economía “clásica” (liberal), una teoría empirista que se limita a describir su objeto tal y como éste funciona en condiciones “normales”, el análisis marxiano pretende ser estrictamente científico: tiene que poder explicar su objeto, con carácter predictivo, por lo que no sigue un método empírico-genético, sino otro ideal-constructivo (esto es, que produce un concepto del que deduce hipotéticamente consecuencias que luego verifica). Como señala Althusser, Marx busca la estructura en la que enmarcar todo fenómeno, estructura en la que no hay una causalidad lineal, sino estructural –no aparece como tal–, y por ello invisible (o sea, que lo que determina los fenómenos es lo mismo que hace que no reparemos en su determinación). Semejante proceder científico, para serlo, debe producir a priori el concepto que dé cuenta de esas relaciones no lineales que permiten comprender lo empírico. El materialismo de Marx, por tanto, tampoco es “empirismo” ni “positivismo” alguno, sino la aplicación a un corte sincrónico de la historia (nunca a ésta en su totalidad, lo cual es imposible) del método hipotético-deductivo, en busca de las estructuras que permiten comprenderla.