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NO RESPETO TU OPINIÓN (ADDENDA)



A raíz de mi anterior entrada, No respeto tu opinión, he recibido muchos mensajes y comentarios en las redes, la mayoría de ellos no precisamente poéticos. Bien, para eso escribe y publica uno. Pero dichos comentarios me suscitan las siguientes reflexiones:

1. La mayoría de la gente que se ha tomado la molestia de comentar (¡gracias!) no se ha tomado la molestia de leer el texto primero. Quizá porque excede el párrafo o dos párrafos de margen de atención que tiene el lector medio de internet, más allá de los cuales su capacidad de concentración dice “basta”. No obstante, sin haber leído el texto, lo cual resulta obvio por el tipo de cosas que se dicen, se comenta éste, lo cual no hace sino confirmar lo que el propio texto dice, que no es mucho en favor de la inteligencia de ese lector medio. Muchos, creo, han comentado (por ese impulso irrefrenable a opinar acerca de todo) sólo a partir del título, que es una boutade; o incluso a partir de la ilustración que lo acompaña. Bien por vosotros, amigos.

2. Las reacciones giran sobre todo en torno a la “soberbia” del escrito, esto es, a la actitud prepotente de un servidor, arrogado de la capacidad de decidir quién tiene derecho a hablar y quién no, y por tanto un “totalitario”, un “intolerante” (“fascista”, me llaman también, y llegan a atribuirme los famosos y míticos “cien millones de muertos del comunismo”, porque es para lo que dan sus cuatro neuronas), etc. No quiero caer en reiteraciones aburridas, pero insistiré en lo ridículo que es criticar textos que no se han leído. Aquél gira en torno a la contaminación del espacio público que se hace en nombre de la “libertad de opinión” y de la “igualdad de todas las opiniones”; a la intervención deliberada en ese espacio público que degrada el discurso y lo emponzoña para así introducir en él dispositivos de manipulación. Naturalmente, que haya criticado duramente, en este sentido, a la religión, a la política espectáculo practicada por la mayoría de partidos actuales y a la estulticia de una intelectualidad inane y siempre al servicio de la industria editorial ‒y cómo no, al tonto de turno que siempre abre la boca porque es gratis‒, ha molestado a la mayoría de los pocos que sí leyeron el texto, seguramente por sentirse reconocidos en alguno de esos supuestos. Pues lo siento, pero ése era mi propósito. Por cierto, que todo totalitarismo (como decía allí) empieza precisamente por pervertir el espacio público y querer hacer pasar por razonamiento una visión de la realidad objetivamente falsa construida intencionadamente. Por lo demás, no entiendo “opinar” como “expresar libremente lo que uno piensa acerca de un tema”, sino como “hablar sin saber”, o para ser más preciso, “hablar de algo sin poder dar cuenta de por qué se piensa como se piensa”. A la opinión acompañada de razones más o menos convincentes prefiero llamarla de otra forma; por ejemplo, tratándose de una postura filosófica, la llamaría más bien “teoría” o “interpretación”. Si alguien ha entendido que digo que habría que prohibir hablar a todo el que no sea científico… bueno, es que no entiende muy bien textos sencillos. Como para que se permita opinar acerca de hechos científicos, vaya.

3. Sólo en algunos casos mis lectores han entrado en el meollo del asunto, y ha sido por lo general para criticar el “cientifismo” del texto, la defensa de un “objetivismo científico” que pretende “imponer” la visión científica y defender así su “monopolio de la verdad”. Una “verdad absoluta” a la que todo el mundo tendría la “obligación de someterse”. Aquí hay mucho que decir, pero, en fin, tan sólo haré unas breves glosas:

i) Hay quien se levanta por la mañana y no deja de usar en todo el día instrumentos técnicos desarrollados gracias a los conocimientos brindados por la ciencia; va al médico a ser curado por ésta, que le concede su esperanza de vida media (en Occidente) de ochenta años; manda a sus hijos a la universidad a estudiar ese acervo de saber; viaja y come y consume, se dé cuenta o no, gracias al mismo; ve la tele y usa el móvil y navega por internet beneficiándose de sus resultados, etc. Pero luego va y dice con todo desahogo que la ciencia es algo que “alguien” (se supone que “el poder”) nos quiere imponer. Supuestas verdades que “el sistema” nos coacciona o condiciona para aceptar. Vamos a ver. Son verdades, únicamente, porque funcionan. Tan sencillo como eso. Todos éstos viven muy autocomplacientemente su desdoblamiento (o hipócrita o estúpido) entre una personalidad que puede existir precisamente gracias a esas verdades y se sirve constantemente de ellas y otra que reniega de las mismas y no deja de criticarlas... por la sencilla razón de que no las entiende. El conocimiento humano es ya tan complejo que casi todo funciona por un sistema de black box (nos relacionamos con la tecnología, cristalización de la ciencia, como meros usuarios, sin entender sus mecanismos). Pero de ahí a decir que “te lo están imponiendo” y que es “ideología”, etc., en fin… Ser idiota es un derecho, y eso no lo he cuestionado en ningún momento. La verdad no se impone, la verdad se entiende (y si hay que imponerla es que no es verdad); el problema es que hay quien es tan ignorante que no alcanza a entender nada ‒ni su propia ignorancia‒ y cree que sus opiniones infundadas están por encima del conocimiento objetivo. Puro cojonudismo, que diría Unamuno. La soberbia no es la de quien sabe, sino la del ignorante que cree que está por encima del que sabe. No digamos ya la de quien pretende hacer pasar esto por la definición misma de la democracia. Ése es un demagogo de la peor calaña.

ii) Defender la ciencia no es defender la “verdad absoluta”, pues ésta no es, precisamente, un concepto científico (lo es más bien teológico o metafísico). No hay una verdad absoluta, sino verdades, en plural ‒pero todas ellas convergentes‒, verdades demostradas o demostrables mediante pruebas diseñadas a tal efecto. Se puede opinar acerca de todo aquello no demostrado o demostrable, pero hacerlo acerca de lo que sí lo es resulta un ejercicio de necedad propio de sociedades preilustradas. En cuanto a los de las cuatro lecturas mal asimiladas que te salen con Kuhn, Rorty, Foucault o autores por el estilo, o que te sacan a colación la mecánica cuántica para justificar cualquier desvarío (“la realidad no existe”), etc., no han entendido nada. Que la ciencia sea una interpretación de la realidad no quiere jamás decir que sea una opinión más, sino una complejísima construcción siempre revisable y actualizable levantada por algunas de las mejores mentes que ha dado la especie, y que está más allá de la opinión o la voluntad de cada cual; de hecho, el científico es el que reconoce la verdad aun en contra de su opinión o deseo (que pregunten a Darwin o a Heisenberg, por ejemplo). Puede ser ‒como decía un lector‒ que “la ciencia no diga mañana lo que dice hoy”, pero esto no quiere decir que usted o yo seamos quienes van a refutarla, sino que el proceso inmanente de la propia práctica científica (sujeto a estrictísimas investigaciones de años o décadas) determinará que hay que efectuar ciertas correcciones. Entretanto, los opinólogos pueden seguir a lo suyo, mientras otros trabajan duramente. Porque el opinólogo es básicamente un vago que no hace ningún esfuerzo teórico, y por ello mismo, lo que dice no conduce a ninguna parte.

iii) La ciencia no es un relato, sino donde se terminan los relatos. No es un relato más, por mucho que se empeñe en ello la pseudosofía posmoderna (y se aferren a ésta los que así se ven libres de todo esfuerzo teórico, los defensores del “todo vale”). Si esos relatos son distintas expresiones de la subjetividad humana ‒y reales, en esa medida, nadie lo niega‒, la ciencia es la base objetiva donde las diferentes subjetividades, quieran o no, se encuentran entre sí. La ciencia no es el tema único del que hablar, al que todo debe reducirse, eliminando la filosofía o las humanidades en general, o las artes, o lo que sea; faltaría más. Ésta es una página de filosofía, y servidor, por cierto, nunca ha tenido nada de positivista ‒que es como el que no sabe nada de ciencia suele llamar a todo lo que le suena a ciencia‒. Pero la ciencia sienta unos estándares acerca de los cuales podemos empezar a hablar, poniéndonos de acuerdo acerca de un minimum de realidad, sin el cual el discurso colectivo, máxime en una sociedad masificada y multicultural, sería totalmente esquizoide. Así, es la base de una experiencia coherente y de la posibilidad de hacer converger los discursos, mientras que sin ella nos enrocamos en posturas autolegitimatorias y en última instancia fanáticas. Por eso, la denigración de la ciencia, tema del texto, es señal de una sociedad que involuciona hacia la preilustración y la tecnobarbarie. Sencillamente ‒y éste podría ser el resumen del anterior escrito‒, no se puede hablar con quien, en pleno siglo XXI, sigue sosteniendo el geocentrismo, el catastrofismo, etc. Anclar ahí el debate para que no avance a cuestiones más serias y actuales (tener que volver a empezar una y otra vez a discutir cuestiones superadas hace cuatrocientos años) es lo que pretende. Y ahí no hay “respeto” que valga, ni tampoco indiferencia; hace falta beligerancia, pues ése sí que es el camino del totalitarismo y de todas las formas de soberbia e intolerancia, y no la defensa de la evidencia que está ya a nuestra disposición. Hay cosas que, sencillamente, no son opinables. 



© David Puche, 2017. Contenido protegido por SafeCreative. Se permite y agradece su difusión, siempre que su procedencia sea debidamente reconocida y enlazada.


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