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NECESIDADES SIMBÓLICAS

El ser humano tiene necesidades materiales que satisfacer, pero, si su existencia ha de poseer un sentido ‒y lo contrario lleva a consecuencias psicológica y socialmente devastadoras‒, también tiene que satisfacer necesidades de tipo simbólico.

Con el fin de asegurar las primeras, nuestra especie sólo puede existir a costa de transformar su medio ‒la cultura, de hecho, es una forma artificial de satisfacer necesidades naturales‒, con lo cual la “naturaleza humana” sólo puede describirse de un modo negativo (no es que “no tenga naturaleza”, como sostienen todas las formas de historicismo y relativismo). No tenemos un medio al que adaptarnos que nos sirva de patrón estable para medirnos ‒o para juzgar, en relación a éste, la “perfección” de cada cultura‒, sino que trabajamos para adaptar el medio a nosotros mismos (siempre según las limitaciones que nos impone la propia naturaleza), con lo que se hace imposible hallar esa vara de medir. Sin embargo, hay algo común a esa diversidad de patrones culturales: aunque la naturaleza humana ‒en el sentido del comportamiento instintivo‒ se haya perdido a causa de la cultura, que sustituye las pautas conductuales innatas por otras aprendidas (la necesidad biológica sigue estando ahí, pero la respuesta biológica puede “desconectarse” debido al largo proceso de socialización al que obliga nuestra lenta maduración ontogenética), nunca puede desaparecer del todo, como bien señaló Freud. Se equivocó, sin embargo, al sostener que estaba reprimida por la cultura, pues se halla más bien sustituida por un mundo simbólico.

A medida que se desarrolla la producción material (la que transforma el medio, objetivándolo), se desarrolla en paralelo una producción simbólica que viene a ocupar el lugar dejado por lo que la cultura le roba al animal. Esta última producción transforma al ser humano, subjetivándolo. Aunque la conducta puramente biológica es reemplazada por otra artificial y más eficiente (adaptativa), deja una huella en el lenguaje que se plasma en forma de símbolos que perduran en la conciencia colectiva, transmitiéndose de generación en generación. Éstos son metáforas de lo reemplazado por lo técnico, artificial, las cuales resultan psicológicamente satisfactorias, pues nos religan con lo que fuimos y hasta cierto punto nunca hemos querido dejar de ser. Son formas indirectas, mediatas (siempre investidas culturalmente, aunque sobre un fondo común), de lo instintivo, de la conducta primordial tendente a satisfacer las necesidades biológicas que seguimos teniendo, aunque lo hagamos de forma artificial ‒y por ello, nunca del todo satisfactoria, siempre pospuesta‒; son el resto de una condición humana que permanece flotando, evanescente, en torno a las producciones materiales, que por sí solas proporcionan significados, pero nunca sentidos (el “espíritu” frente a la carne). Las producciones simbólicas son también formas culturales ‒con su correspondiente carácter convencional‒, sustituciones de sustituciones; pero son traducibles entre sí, básicamente similares, dado que son portadoras de una semántica fundacional. Definen, como arquetipos, lo que Jung denominaba el “inconsciente colectivo”, que no es sino el propio sustrato lingüístico más básico de una cultura, en el que todo lo antiguo perdura y se resiste a ser extinguido, y así, sigue teniendo efectos sobre la conciencia individual en cada época ‒aunque el paso del tiempo los va debilitando‒. Se materializa como creencias y religiones (que son las formas organizadas, explícitas y regladas de vivenciarlos), pero también como cuentos y tradiciones, rituales y supersticiones. Lo que permite su mutua convertibilidad, así como la asimilación de elementos simbólicos ajenos, es ese fondo común que comparten: son imágenes de la antropogénesis, del paso de la naturaleza a la cultura (tanto filo como ontogenético), expresiones de una biología que queda permanentemente diferida por lo artificial, que se convierte en su sintaxis.

Así pues, a la producción material le acompaña siempre, como consecuencia directa y reacción, una producción simbólica que se resiste a perder formas de vida anteriores. La historia de la humanidad es la historia de su progreso técnico, pero éste es indesligable del correspondiente retorno simbólico a lo primario, a un sustrato universal. Y este último es, en realidad, el que nos proporciona fines (la naturaleza nos los insinúa a través de esa “voz de lo ausente”), mientras que lo técnico-científico pone medios para alcanzarlos. Producción material y simbólica delimitan dos tipos de racionalidad, con reglas diferentes, trama y urdimbre del mundo humano ‒el plexo de lo físico y lo “metafísico”, esto es: lo que desciende desde todo conocimiento asegurado hacia algo vivencialmente “siempre anterior” (estructural, que no cronológicamente) para nosotros.

Sin embargo, la producción material y la simbólica no se desarrollan al mismo ritmo, lo cual produce un grave desencaje, una vaga pero inevitable sensación de desarraigo o hasta de desahucio que la sociedad no termina de saber de dónde procede. A lo largo de la historia, el despliegue de la razón técnico-instrumental siempre ha sido más rápido que el simbólico, y a medida que el desarrollo tecnológico se acelera más y más, ese desencaje se hace más grande y acarrea peores consecuencias psicosociales. En nuestro tiempo es ya altísimo, y el diferencial entre ambas producciones se traduce en nihilismo, ese “malestar cultural” que llega a ser abrumador y conduce a las reafirmaciones irracionales y hasta brutales de los nacionalismos políticos y del fanatismo religioso, que crecen parejos al capitalismo, la globalización y la hipertecnificación.

El ser humano necesita una restitución de lo perdido, una restitución de segundo orden (lo instintivo, biológico, se sublima como simbólico, cultural), lo cual no quiere decir que, a título individual, haya de creer en la literalidad de dichos símbolos (es decir, la conciencia mítica). Sí requiere, al menos, su existencia, y comprenderlos ‒como lo que son: formas sustitutivas de algo en sí mismo inexperienciable‒ para así entenderse a sí mismo y a otros, pues arrojan mucha luz sobre lo que somos, sobre nuestra condición (ésta es la conciencia ilustrada). Es un error tomar la producción simbólica como mera “ideología”, si bien hay paralelismos funcionales entre ambas, y la segunda suele servirse de la primera ‒no tanto a la inversa‒. Lo simbólico no procede de la relación entre la estructura sociopolítica y la supraestructura psicocultural, sino de un estrato mucho más hondo, del contacto liminar de la cultura con la naturaleza; aquélla no puede dejar de tener a ésta como referente práctico, pero de un modo que no sea lo puramente dionisíaco, la explosión instintiva que nos devuelve a una animalidad necesariamente dejada atrás, ni tampoco un conocimiento objetivo que pretenda extinguir una “interioridad” humana necesitada de sentidos originarios, no derivados de lo empírico-pragmático.



© David Puche, 2016. Contenido protegido por SafeCreative. Se permite y agradece su difusión, siempre que su procedencia sea debidamente reconocida y enlazada.


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