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NATURALEZA HUMANA

Todo concepto filosófico es un concepto teórico-práctico, pues no es un mero descriptor formal o empírico –y desde luego no debe ser supraempírico si pretende ser racional–, “lo común a muchos”, deducido del análisis o de la observación y la subsiguiente comparación de casos particulares. Ése es el sentido convencional del concepto (que no es, claro está, patrimonio de la filosofía), y cuando esas operaciones son realizadas con un altísimo grado de rigor y reiterabilidad y/o tras exhaustivas observaciones, pasa a ser el de la ciencia. Pero el filosófico es teórico-práctico porque no describe lo que hay –de eso se encargan la experiencia fáctica y las ciencias, que le suministran contenido, pero un contenido aún no elaborado–, sino que propone. Tiene un inevitable componente valorativo y crítico, y por tanto emocional y desiderativo. Es un concepto que debe ser construido y que conecta la teoría con una praxis posible (quizá no fácticamente, pero en todo caso sí con las condiciones materiales de existencia disponibles). No indica tanto la relación entre el sujeto y el objeto (en la que el primero es básicamente pasivo) como la mediación entre sujetos a través de los objetos (en la que aquéllos son obviamente activos; por ello la “borradura del sujeto” en el pensamiento posmoderno es la ruptura –¿intencionada?– con toda forma de acción). Una mediación que prescribe formas nuevas de organización. Lo importante de ellas, dicho sea de paso, y frente a todo pensamiento dialógico (Habermas, Apel, etc.), no es su carácter “consensuado”, sino su potencia propositiva: el concepto, en caso de ser comprendido, exige una transformación del sujeto, un cambio conductual. Y puede hacerlo desde distancias temporales centenarias o milenarias, aunque siempre deba ser adaptado a circunstancias sociohistóricas precisas.

Si toda filosofía es en el fondo, como decía Kant, antropología, pues sus preguntas fundamentales se resumen en la pregunta “qué es el hombre”, se podría prolongar el pensamiento orteguiano de que toda filosofía es una nueva concepción del ser, y ello mismo porque es una nueva concepción de la razón, para decir que toda filosofía es una nueva concepción del ser humano, que al fin y al cabo es –al menos hasta que encontremos otra compañía en el universo– el sujeto de toda racionalidad (al menos entendida como abstracción, como pensamiento mediato). Pero esa nueva concepción del ser humano que subyace –sea de forma implícita o explícita– a toda filosofía no depende tanto de que se hayan realizado nuevos descubrimientos empíricos (paleontología, neurociencia, etc., a las que desde luego hay que tener en cuenta en toda teoría seria) que permitan redefinirlo como de que se aborde su existencia como una exigencia racional (lo que debería ser) a partir de aquello que es y, por tanto, que podría ser. “Más alta que la realidad [Wirklichkeit] está la posibilidad”, decía Heidegger, y ciertamente el único motivo de esa forma de reflexión humana que se abstrae de todo objeto concreto para pensarse a sí misma en cuanto inteligencia autoconsciente y orientada a fines es establecer el modo de nuestra existencia acorde a tal posibilidad, en la medida en que rebasamos nuestra mera animalidad (biología) e incluso las limitaciones antropológicas (culturales) para elevarnos a lo universal. Destino inexcusable, nos guste o no, de una convivencia devenida global.

Tan sólo la capacidad de transformación, de superación de sí, entendida como proceso infinito de perfeccionamiento intelectual y moral y, por qué no, físico (esa tendencia a ser más que uno mismo en la que consiste la “espiritualidad”), da sentido a la praxis y permite despertar a una teoría atascada en la autoconservación en unas determinadas condiciones de existencia que han llegado a impedirnos ser incluso lo que ya éramos. La Selbstüberwindung que preconizaba Nietzsche es el sentido de una existencia humana que desborda lo antropológico, pero no puede ser planteada como un concepto abstracto, meramente idealista, sino partiendo de la base material que, de hecho, hay que trascender, pero que a la vez es lo único que permite ese “salto” sobre el presente. Una base que es económica, sociopolítica y tecnológica, sin la cual todo cambio posible se quedaría en nada. La filosofía no reduce su “praxis teórica” a los contenidos de las ciencias naturales y sociales, pero tampoco puede realizar su tarea –el modo de producción conceptual en que consiste– al margen de éstas. Si ha de propiciar una orientación de la existencia tanto individual (ética) como colectiva (política), ello requiere referencias a circunstancias concretas que lo permitan. Siempre se puede intentar obrar directamente el primer tipo de cambio, esto es, en uno mismo (mente, cuerpo, “alma”), pero nunca el segundo, el colectivo, sin la confluencia de los señalados factores. Y hasta entonces incluso todo cambio individual será abstracción de un mundo posible. Algo en el fondo irreal, porque no es colectivo. Sea como sea, en ambos niveles de cambio hay que partir de reconocer la escisión, la fragmentación que padece el sujeto en el mundo contemporáneo. Para esto el psicoanálisis, Nietzsche o Heidegger pueden mostrarse teorías necesariamente complementarias del materialismo; al fin y al cabo, hay que explicar por qué las condiciones objetivas de existencia no se corresponden con las subjetivas, y por qué esto ha llevado al fracaso a diferentes teorías emancipatorias, desde la Ilustración hasta nuestros días. Por ello habría que articular una teoría sintética en tres niveles –simultáneos; no deben entenderse como “fases”–: las transformaciones que hay que llevar a cabo en relación a uno mismo (psicológicas), a los demás (sociales) y a la naturaleza (ecológicas). 

Como empecé diciendo, no puede comprenderse el trabajo filosófico si no se comprende cómo operan sus conceptos –y los entramados resultantes, las teorías–, que no son, como en las ciencias, algo meramente teórico, sino teórico y práctico a la vez (y por ello mismo no deducibles de estados de cosas dados, aunque siempre sean relativos a ellos, ya que pretenden modificarlos). En cuanto se proponen modelos alternativos de vida, ya se está ofreciendo una nueva definición del ser humano; toda indicación práctica es de por sí la construcción de otro concepto de naturaleza humana, la cual es siempre cultural e histórica. La legitimidad de tal concepto radicaría en su capacidad de universalización –hablaba al comienzo de “potencia propositiva”–, de abarcar sin conflicto, o minimizando el conflicto, las distintas autocomprensiones culturales ya existentes, las cuales no se dejan reducir al modelo identitario único de la globalización. Es tarea de la filosofía hacer ese trabajo propositivo, que, una vez más, recuerda a Nietzsche (pero también a Kant) cuando habla del filósofo como un “legislador” –con independencia de que alguien acate alguna vez sus “leyes”–, y distingue al auténtico filósofo del obrero filosófico porque mientras el primero crea conceptos (valores), el otro preserva, comenta y pule los que se encuentra. La filosofía debe, así pues, a) construir un concepto de naturaleza humana, un métron con el que medir la aproximación de la sociedad actual a un estado ideal (racionalmente exigible, pero compatible con las condiciones de supervivencia de la especie), y hasta el decurso de la historia según converja o aleje de ese métron; b) producir modelos, esto es, estudios específicos, aplicaciones del métron a problemas concretos de nuestro tiempo; la filosofía no es una ciencia, y por tanto la sola exposición teórica no basta: es totalmente insuficiente sin la exposición de dichos casos particulares.

Ya lo decía Rousseau: «no es liviana empresa separar lo que hay de originario y de artificial en la naturaleza actual del hombre, ni conocer bien un estado que ya no existe, que quizá no haya existido, que probablemente no existirá jamás, y del que sin embargo es necesario tener nociones precisas para juzgar bien nuestro estado presente» (Discurso sobre el origen de la desigualdad, Prefacio). Un estado, por descontado, no extraído de ningún pasado ideal y romántico (mítico) que se pretende repetir, sino que de hecho apunte a un futuro posible y aún inédito, como el superhombre de Nietzsche o el polítes de la ciudad-hipótesis platónica.