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LITERATURA Y PENSAMIENTO (II)

Una cuestión esencial para entender el proceso de creación literaria es la procedencia de la experiencia que el escritor modela, a la que –si cabe llamar a lo que hace “arte”– ha de dar una forma universalmente reconocible. Hay una inmensa diferencia, que explica que se pueda hablar –como creo que se puede hacer– de una cierta decadencia de la literatura, y de las artes en general, en los últimos setenta años (cuyas excepciones brillan tanto más cuanto mayor es esa “estandarización” de la producción): en efecto, pienso que el origen de esa decadencia de la literatura –quedémonos con ésta– ha de ser buscado en la progresiva sustitución de la experiencia vivida, densa, de la que los escritores frecuentemente podían presumir hasta el siglo XIX e incluso hasta mediados del XX, por la construcción de la narración a partir de la propia interioridad, de una conciencia alimentada, precisamente, por una cultura “novelesca”; así, la subjetividad moderna con la que apareció la novela terminaría llevándola al encierro en sí misma, al solipsismo y la retroalimentación, señal inequívoca de falta de vida e irrealidad. Ello se hace patente, por ejemplo, en el giro progresivo hacia la narración en primera persona –forma vieja y perfectamente válida, pero llevada ya al agotamiento absoluto–, desde el prisma de una única psique encerrada en sí misma que describe unilateralmente el mundo que la rodea. El origen de tal “cierre autorreferencial” de la literatura se podría rastrear en la literatura francesa del XIX, esa literatura, como decía Ortega, producto de unas “cadenas de montaje literarias”, entendida ya como “industria cultural” –aunque la expresión no se empleara todavía–; la literatura del “arte por el arte” empeñada, sobre todo, en cultivar el preciosismo. Sé que esta tesis es piedra de escándalo entre amplios círculos literarios (recuerdo a una antigua amiga, muy entendida en la materia, o de eso presumía, que decía que sólo hay una Literatura, que es la francesa del siglo XIX); pero para mí hay un brillo de ocaso –por lo demás cegador, sin duda– en un Balzac, un Stendhal o un Flaubert. Encuentro más bien las auténticas fuentes de lo literario en los “hombres de mundo”, como Cervantes o Goethe, o en tiempos más recientes Conrad o Malraux, autores embebidos del elemento universal de la experiencia. Hubo una época en que la literatura narraba los viajes realizados. Pero después pasó a ser la sustitución del viaje que no se ha emprendido –en una época en la que, por lo demás, se puede haber viajado todo lo que se quiera como “turista”; pero el viaje ya no es sinónimo en modo alguno de aventura, esto es, de transformación.

En nuestro tiempo, al que no le han sido dados ya grandes aventuras ni descubrimientos (el bosón de Higgs no ha trastornado precisamente la conciencia colectiva), el arte ya no se maravilla ante el mundo, sino que se refugia en la interioridad, en la memoria y la imaginación; es conocida la frase de Tolkien acerca del “humus de la mente” del que brota la escritura, ese suelo nutricio al que han ido a parar los restos descompuestos de todo lo que alguna vez se ha visto, oído o leído. Vida muerta, por tanto. Pero si ésta es una época literariamente (y quizá en todo lo demás) decadente, no nos queda otra que dejar rodar esa decadencia y ver qué resulta de ella. De los escombros culturales con los que trabaja surgirán las formas futuras del arte, aunque éstas sean imposibles de predecir hasta que no hayan aparecido, claro. En cualquier caso, la novela es un género eminentemente moderno, uno de los rasgos culturales de nuestra época: es, de hecho, su forma básica de literatura. Y ciertamente seremos modernos y burgueses –cuanto menos, pensaremos en lo esencial como burgueses–, y dará igual lo mucho que queramos vernos como “post-” y “anti-”, mientras, entre otras cosas, escribamos y leamos novelas; mientras no veamos más allá de la novela como tipo ejemplar de literatura. Qué pueda sustituir a la novela en el futuro, como ella sucedió a otros géneros, es algo que no alcanzamos a ver. Pero tendrá mucho (todo) que ver con la tecnología que sirve de soporte de la información y del modo en que dicha tecnología permite combinar texto, imagen y sonido en nuevas formas de percepción del mundo. Actualmente las posibilidades de los soportes de la información ya exceden con mucho lo que en la práctica se está haciendo con ellos; todavía no hemos aprendido a aprovechar ni una pequeña parte de aquéllas. Pero llegará quien lo haga.  

Sea como sea, y retomando el tema de esta reflexión, la memoria es, sin duda, el refugio del escritor, como la razón lo es del filósofo. Todo proviene de ella, deliberadamente deformado o no, pues la memoria posee filtros muy finos. Ella decide cómo llegan los hechos hasta nosotros. Por lo general no recordamos tanto las cosas que han ocurrido, como las impresiones asociadas a ellas. Más que la cara de una persona, recordamos cierto gesto que nos llamó la atención; una efímera nota, accidental, que marcará para siempre lo que vemos cuando volvemos a mirar ese rostro o cuando lo recordamos. Más que un lugar, recordamos un olor que en aquel momento nos atrajo o nos produjo repulsa; ya no podremos separar esas impresiones. El filósofo analiza, desmonta, abstrae; mientras que el escritor, el poeta, sintetizan, funden, confunden impresiones. Métodos, caminos opuestos: el concepto contra la metáfora. Y sin embargo, caminos que llevan, en última instancia, al mismo destino. Eso es lo maravilloso, lo fascinante de tal comparación. Por eso, como ha sostenido la filosofía desde antiguo, la verdad y la belleza son intercambiables, son atributos trascendentales del ser.

No obstante, y esto es digno de atención, el escritor no está atrapado en su propia memoria. Ni él ni nadie. La memoria es algo compartido, colectivo, patrimonio de familias, pueblos, países... de la humanidad, hasta cierto punto. En ese carácter general, universal, radica también la posibilidad del engaño, de la desfiguración, de la falsa memoria. La identidad se sostiene sobre la memoria, y del falseamiento de ésta resultan las falsas identidades (¿no lo son todas, en gran medida?). Somos lo que creemos ser; toda identidad es en realidad un constructo a posteriori. Pero en cualquier caso, es por ese carácter compartido, orgánico, viviente, de la memoria, por lo que el escritor puede acceder al acervo común de recuerdos, anhelos, frustraciones y demás, que conforman al ser humano –al menos, a un determinado subgrupo de seres humanos–, y componer con ellos una historia que diga verdades a través de engaños. Porque esa memoria colectiva también recuerda las impresiones asociadas a los hechos más que los hechos mismos (¡mucho más que la individual!); por eso entiende mejor, y de hecho prefiere, que se le muestren esos gestos y esos olores, y no hechos y más hechos. El escritor toma materiales de la memoria colectiva y se los devuelve elaborados, decodificados. La verdad implícita en ellos puede verse al fin con más claridad; la narración ordena esa experiencia común y se integra en ella. El principio de falseamiento –permítaseme que lo llame así–, establece que sólo hay “literatura” cuando se retuercen y desfiguran los hechos hasta no dejar reconocibles los originales; eso sí, bajo la belleza formal cuya consecución, de hecho, ha de ser una y la misma cosa que ese proceso de deformación. Lo concreto, real, debe devenir metáfora, alegoría. Oportunidad para revelar lo universal en lo particular. Incluso debe procurarse que todo intento de análisis, de reconstrucción del material original, sea engañoso y recaiga de nuevo en el juego creativo. El escritor teje laberintos y se acomoda en su interior, como ilustró Kafka en La guarida con absoluta perfección. Si el artista es bueno, todo intento de hacer un psicoanálisis de su obra debería fracasar, más allá de algunas generalidades obvias.