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LITERATURA Y PENSAMIENTO (I)

Toda gran novela es, aparte de una historia digna de ser leída, un manifiesto acerca de la propia literatura, del ejercicio mismo de la escritura; constituye una narración no sólo de determinados sucesos, sino ante todo de ideas. Los personajes, si están bien construidos, encarnan conceptos, y la trama ha de mostrar a qué resultados conduce una determinada combinatoria de éstos. La forma y el contenido se exigen mutuamente para que esto resulte; si uno de los dos componentes falla, fallará el todo, y no habrá arte. Es difícil –aunque no imposible, y hay sobrados ejemplos de ello– dar una gran forma a un contenido pequeño, y es muy fácil, por el contrario, arruinar un gran contenido con una forma mediocre. Pero en las grandes producciones literarias existe una perfecta reciprocidad entre el contenido y la forma: de hecho, en éstas la propia forma termina siendo contenido. En ese círculo se juega el estatus de la obra. Toda genuina literatura es reflexión sobre sí misma.
           
La literatura es pensamiento, en efecto. No una simple forma de ocio, como hoy parecen casi todas las formas de eso que muchos llaman “la cultura”. No es ocio para el que lee ni para el que escribe, sino un esfuerzo –gratificante, sin duda–. Una novela de verdad no es algo que uno lee cuando se aburre: con la auténtica literatura se aprende. Se conoce mejor al ser humano, desde nuevas y distintas perspectivas. Toda novela que merezca tal nombre, por pequeña y modesta que sea, por poco ambiciosa que parezca su trama, retrata todo un mundo, moviliza con sus personajes todos los sueños, los temores, los cánones estéticos y morales, las frustraciones, etc., de una época. La auténtica psicología y la sociología están en la literatura; se aprende mucho más leyendo (leyendo bien, que es lo que no se suele hacer) una buena biblioteca de clásicos –cien, o tal vez doscientos libros– que con muchas carreras universitarias. Ésa es la esencia de la literatura. Porque la literatura es una forma de sabiduría; aunque es difícil defender esta afirmación cuando ha devenido producto para el ocio, para el entretenimiento. Pero algo de ello se admite, por la industria misma, en esa distinción que editoriales y librerías hacen entre “literatura” y “narrativa” (que responde a la actual dicotomía entre cultura y ocio).

La literatura es la heredera del mito –que antaño explicaba la realidad– en el mundo secularizado; toma su relevo en una época en la que, precisamente, ya no hay un mundo en común, en la que no hay un orden invariable de las cosas, en la que ningún discurso tiene alcance universal para convencer a todos y ponerlos bajo un proyecto colectivo. Cuando ya no puede haber grandes mitos, surge la literatura; por eso ésta, tal y como hoy la entendemos, es hija de la Modernidad. En efecto, sólo con la Modernidad aparece la novela, su forma fundamental. En un sentido lato se puede decir que Homero o Hesíodo, Horacio o Cicerón, Dante o el autor del Cantar de mío Cid, fueron literatos. Pero, estrictamente hablando, no lo fueron.  Ellos retrataron el mundo que los rodeaba, incuestionable, sólido como una roca. Un mundo compartido por todos sus contemporáneos, quienes se veían reflejados en esos escritos o narraciones orales, y comprendían perfectamente su sentido, que les era inmediato. El poeta era quien decía bien las cosas; pero las cosas, por así decirlo, estaban ya presentes. Por eso la originalidad no era un valor esencial de la “literatura” de aquel mundo premoderno: porque lo dicho, en cierto modo, pertenecía a todos, era un patrimonio común.

Eso es lo que cambia con la Modernidad, con el cuestionamiento de la tradición y de la autoridad; con el giro solipsista hacia la individualidad, hacia la conciencia subjetiva; con la secularización. El arte, en general, ya no retrata un mundo dado sin más; ese mundo se quiebra, se esfuma, y el arte empieza a tomar conciencia de sí mismo como productor –que no reproductor– de realidad. Ejemplo paradigmático de ello es el Quijote, ampliamente considerado la primera novela: narra las aventuras de un loco, esto es, un hombre sin mundo (o lo que es igual, en su propio mundo, un mundo que no es compartido) que no se da cuenta de que los antiguos cánones y valores ya no rigen. Todo ello acompañado de las reflexiones de Cervantes acerca de la escritura –ese metarrelato, pura ironía acerca del propio autor, que se superpone al relato del hidalgo– y, cómo no, del prurito de originalidad que le lleva a escribir la segunda parte contra Avellaneda. En la Modernidad las obras, así pues, dejan de ser partes inseparables de un mundo y se convierten en instancias independientes; la belleza por la belleza y la originalidad, el sello personal del autor, comienzan a ser consideradas lo fundamental. Este proceso progresivo de escisión terminará convirtiendo el arte en pieza de museo o en objeto de mera contemplación estética, cosas que nunca hubiera sido en otro tiempo, cuando su función era muy distinta de “embellecer el mundo” o “entretener”. 

Sin embargo, nunca se ha reducido del todo a tales cosas: el auténtico arte aspira a ser más que objeto de coleccionista o de disputa en la tertulia de burgueses pedantes. Una cosa es lo que se haya hecho del arte y otra lo que el arte pueda y deba ser. Pese a que ya no exista un mundo dado que retratar sin más, lo que el arte –y especialmente la literatura, cuya materia es la palabra, con lo que se aproxima al lógos bíblico– debe hacer es contribuir a la reconstrucción de un mundo con sentido para los seres humanos; reescribir las narraciones dominantes ya obsoletas, debido a las crisis periódicas que éstas sufren y que las obligan a reestructurarse. La literatura es el mito particular, surgido de la experiencia del escritor; es su explicación de la realidad, con la cual aspira a seducir a otros e involucraros en su visión del mundo. Y aunque cada escritor construya así su propio mito, lo cierto es que esos mitos siempre serán comunicables; siempre habrá túneles y pasadizos que lleven de unos a otros. Una nueva experiencia colectiva resulta así posible, la cual ha de entretejerse en una red cada vez mayor: la vieja “república de las letras” debe adaptarse a las exigencias de la “sociedad de la información”; el texto ya sólo puede entenderse como segmento de un infinito hipertexto.

La literatura es, como la filosofía, una forma de organizar la experiencia en su totalidad. Su objeto no es solamente un determinado campo, como lo es para las ciencias empíricas, sino todo aquello que atañe al hombre (Homo sum, humani nihil a me alienum puto”). De hecho, tanto la filosofía como la literatura buscan una respuesta a la pregunta “¿qué es el hombre?”, sólo que la filosofía recurre a conceptos, y la literatura a imágenes, a ejemplos concretos. Podría decirse que son hermanas. La buena literatura, ciertamente, narratiza ideas; no es, ni puede ser, ese mero “placer de contar historias” tan cacareado por autores mediocres. Es más bien un deber a realizar por quien tiene la capacidad –la compulsión, seguramente– para ello.

Naturalmente, tan importante como señalar su afinidad es mostrar lo que diferencia a la literatura y la filosofía. No hacerlo ha llevado en el último medio siglo a confusiones debido a las cuales es la filosofía –hay que decirlo– la que normalmente ha salido perdiendo. Esa diferencia radica en cómo tratan cada una lo particular y lo general, los hechos concretos y los conceptos universales. Es decir, la diferencia está en cómo llega cada una a la verdad. La literatura miente, fabula, imagina, deforma, adorna, etc., a partir de lo concreto, que es elaborado como ficción –de lo contrario, cuando pretende ser crónica fiel de acontecimientos reales, la literatura corre el riesgo de dejar de serlo, tornándose superflua, o peor aún, aburrida–. Sin embargo, a través de semejantes ficciones, dice grandes verdades (las encuentra, las rescata, nos las devuelve desde su olvido) acerca de lo universal. Mintiendo acerca de lo particular, y sólo gracias a ello, puede la literatura exponer lo universal; por eso sus personajes y sus historias son esquemas de “lo genérico” en el hombre, de la condición humana. En ello difiere esencialmente de la filosofía, que necesita conocer lo concreto y mostrarlo tal cual es; que, de hecho, se aleja hacia lo universal y abstracto para poder comprender desde allí lo particular. La literatura no: crea imágenes ejemplares para poder saltar desde ellas a lo eterno –en la medida en que se pueda hablar de algo así en relación al ser humano–. Necesita crear el decorado en que lo pueda mostrar, en que pueda hacerse reconocible. Son los incapaces de dar una forma plástica a eso universal los que se contentan con relatar sus pequeñas historias insignificantes y presumen de su insignificancia.

Así pues, sólo gracias a la ficción, a su fuerza figuradora, creadora de imágenes, puede la literatura mostrar la verdad. Necesita dar un rodeo por lo irreal. Por eso es la forma moderna del mito: una exploración de aquello por lo que el hombre no puede dejar de preguntarse, pero para lo cual no tiene respuestas. La literatura pretende –cada autor a su manera, desde su propia biografía– decir la verdad acerca de algo para lo que no hay una solución última, es decir, una fórmula, ecuación o prueba que solvente el problema. Por eso no se deja de escribir acerca de las mismas cuestiones, una y otra vez. Especialmente sobre las que probablemente las resumen todas: el amor, la muerte y la injusticia.