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LENGUAJE Y PENSAMIENTO

La sociedad de la información sabe tremendamente poco; consecuencia inevitable de haber confundido la información con el conocimiento. La incapacidad para asimilar contenidos abstractos complejos caracteriza a las nuevas generaciones de forma creciente, como se observa en los estudiantes actuales, desde la secundaria a la universidad; ello hasta los incapacita en gran medida como tales estudiantes, al menos si se supone que han de ser otra cosa que meros receptores y repetidores de “datos” que no entienden. Por supuesto, todas las medidas emprendidas para combatir esta situación constituyen tan sólo una profundización en las causas que condujeron a ella, esto es, a la destrucción de la cultura (¿quién la quiere, en la época del análisis estadístico de los big data, ese modelo de conocimiento tan útil para la seguridad y el comercio como inútil para todo lo demás?) que conlleva la muerte de la inteligencia social –lo que de hecho, me temo, se persigue–. Pero todo el mundo ve ahí “progreso” y “modernidad”, precisamente porque se ha sustituido lo anterior, y ello aunque funcionase. Lo que importa es la innovación, no importa adónde lleve. Si es nuevo es bueno, aunque los resultados sean peores. La culpa siempre será de los “transmisores de cultura” –eminentemente los docentes–, que “no saben hacer su trabajo”, con independencia de que se encuentren ante unas condiciones estructurales que cada vez les ponen más difícil hacerlo. La finalidad (la formación) se subordina siempre al medio (el empleo de nuevas tecnologías), hasta que invierten sus papeles y la primera llega a ser prescindible. Y cuando el único fin es el empleo de las nuevas tecnologías porque son nuevas, se entra en un círculo vicioso de difícil salida. Lo gracioso es que la constante renovación de ese “parque tecnológico” responde por lo general al peor de los motivos: que se ha comprado. Hay que usarlo porque se ha comprado, porque hay contratos públicos de compra y mantenimiento. Punto. Usadlo para justificar su adquisición. ¿Cómo iba la educación a escapar del funcionamiento global del sistema?

Con el pretexto de “mejorar los resultados académicos” (pero, ¿a qué llamamos buenos resultados académicos, cuál es el criterio?) lo que se pretende hacer es erradicar la cultura, o por lo menos lo que hemos entendido como tal durante el período histórico que ha visto surgir los Estados nacionales y la Individualidad. Quizá porque ambos conceptos están siendo aniquilados (la globalización y la homogenización consumista son sus némesis), la cultura tenga que serlo también; es un obstáculo a esa disolución. Por eso se está desmantelando institucionalmente, alegando –nadie se atreve a decirlo en voz alta, pero es lo que se transmite– que “ya no hace falta”, y ello con el apoyo de una buena parte de la propia comunidad educativa, que nunca fue tal “comunidad”, y en la que abundan los necios propensos a confundir causas con efectos y a remediar los males provocándolos. La meta de este proceso es que el ciudadano deje de serlo para devenir únicamente mano de obra suficientemente cualificada –pero no más–. Ésa es la clave para entender la sociedad de la información (uno de los muchos nombres del mercado global). Hay una desincentivación del conocimiento promovida institucionalmente. Ello se traduce en nuevos patrones psicológicos y sociológicos; y se observa particularmente en el dominio del lenguaje –soporte del pensamiento–, gravísimamente erosionado por el abuso de las tecnologías entendidas como un sustituto de la cultura.

Se ve por todas partes, pero especialmente en el espacio educativo, cómo no, donde constituye la batalla diaria ya perdida de antemano –salvo las pocas excepciones que siguen dándole sentido al desempeño docente–. Los menores de treinta años, de los que se dice que son “la generación mejor preparada de la historia”, demuestran por lo general un dominio del lenguaje absolutamente impropio de su edad y del nivel académico en que se hallan. Sin embargo, lo peor es que la mayoría de ellos no creen que la competencia lingüística tenga importancia alguna. “Saber hablar” o “saber escribir” no sirve para nada. Es una forma de pensar instalada entre el alumnado –como lo es entre muchos docentes, “pedagogos” y otros sectores–, según la cual vivir en la sociedad de la información exime, paradójicamente, de tener unos conocimientos y unas capacidades que durante toda la historia de la educación, milenaria ya, han sido siempre exigidos. Hoy en día, al parecer, saber utilizar dispositivos y programas electrónicos libera de tales obligaciones, de las que se encarga la máquina. Por lo que respecta al conocimiento, la nuestra es una sociedad de “metaconocimiento”: no hay por qué “saber cosas”, sino únicamente saber dónde encontrar la información cuando haga falta. Igualmente, no hace falta “saber escribir”, porque el procesador de texto lo corrige todo –lo cual, por otro lado, es sencillamente falso; pero como si así fuera, da igual.

Eso es lo mismo que no saber nada. De esta forma, la memoria y las capacidades cognitivas del alumnado sufren una merma terrible, pues van asociadas a la competencia lingüística, que es la base de la inteligencia humana, la cual es “narrativa” mucho antes que visual –naturalmente, decir esto en la “era de la imagen” es algo ya de por sí impopular–. Los métodos tradicionales de educación lingüística desde la infancia (lectura de cuentos, redacción, dictado, cuadernillos de ortografía, etc.), abandonados por “obsoletos”, no han sido sustituidos por nada, sino que su papel ha sido dejado vacante en favor de prácticas con fines instrumentales totalmente distintos (sin duda, necesarios en nuestra época de alta especialización técnico-científica, pero que no pueden serlo todo). Así, los aspectos puramente formativos y de desarrollo personal (desde un punto de vista intelectual, con el componente ético y cívico que conlleva) han sido, sin más, dejados de lado. Ello, al menos –es importante hacer esta precisión–, en la educación destinada a las clases medias y bajas, pues en los colegios (y más tarde en las universidades) de "alto nivel" son precisamente estas competencias las que más se desarrollan desde las primeras etapas, ya que se consideran imprescindibles para educar a “élites”. Lo que los ricos les dan a sus hijos no lo quieren para los de los pobres.

En resumen, y como ya he dicho en alguna ocasión anterior, los métodos tradicionales no han fracasado por estar obsoletos, sino porque, sencillamente, dejaron de usarse. Y las consecuencias de ello se arrastran desde cada nivel educativo al siguiente, y finalmente llegan a la universidad, donde difícilmente se puede ya hacer algo al respecto. En cuanto a conocimiento del mundo y autonomía intelectual (o sea, cultura), los universitarios de hoy en día son como los bachilleres de antaño, y eso siendo generosos. No es admisible en absoluto que un universitario no tenga una capacidad de lectura alta (la cual se demuestra únicamente en su capacidad de leer, comprender, retener, analizar y sacar consecuencias de forma personal de los textos manejados), y ello además en relación a lecturas que no sean únicamente de su área de conocimiento, sino de lo que podríamos llamar “cultura en general”. Dicha capacidad de lectura ha de manifestarse invariablemente –de lo contrario no es tal– en una capacidad de escritura acorde a ella, que dé cuenta del conocimiento del alumno, de su capacidad de síntesis de información, del nivel de elaboración conceptual de la misma, del orden y claridad expositivos, de la capacidad de argumentación y hasta, si se quiere, de su capacidad retórica, estilo, etc. El hoy tan denostado modelo educativo clásico (“humanista”) hablaba del trivio –gramática, retórica y dialéctica (o capacidad de razonamiento)– como las capacidades que una persona culta debía poseer para serlo, con independencia de los conocimientos científicos necesarios –papel que llenaba el llamado cuadrivio, que correspondería a la formación técnico-instrumental actual– para ser un buen profesional. Son dos cosas que no se deben confundir, pero el marco socioeconómico y político actual quiere reducir lo primero a lo segundo, creando así meras herramientas útiles sin sentido crítico alguno.   

Sin cultura sólo habrá súbditos, pero no ciudadanos. Y la destrucción de la cultura comienza por la destrucción del lenguaje, tan mutilado hoy que sus capacidades de expresión conceptual y emocional se han visto severamente dañadas. Recordemos lo que vaticinaba el visionario Orwell en 1984. La competencia lingüística brilla entre los jóvenes por su ausencia, y en consecuencia su capacidad de ordenación del material, de argumentación, de análisis crítico, etc., no puede desarrollarse adecuadamente. No saben pensar, como no saben expresar sus emociones. Los límites del lenguaje son límites intelectuales y personales insalvables.