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INTELIGENCIA

La inteligencia es ante todo capacidad de adaptación al medio, por medios indirectos y a largo plazo, un producto de la evolución, sin lugar a dudas el más importante para garantizar la supervivencia de una especie. Pero, de la misma forma en que permite una más eficiente adquisición de condicionamientos (asociaciones de estímulos que producen una respuesta cada vez más ajustada), también supone la capacidad de resistencia a éstos. Aquí podríamos traer a colación la distinción kantiana entre Verstand, “entendimiento”, y Vernunft, “razón”. La inteligencia no es sólo una capacidad adaptativa, sino que también llega a ser capaz –cuando su desarrollo es muy alto, biológicamente hablando– de decidir a qué adaptarse y a qué no (modificando las circunstancias para no tener que plegarse sin más a ellas), por qué dejarse condicionar y por qué no; la inteligencia es así la clave de la libertad. Resistir la sugestión y el condicionamiento para orientar las propias decisiones en función de lo que se considera adecuado: ésa es la quintaesencia de la inteligencia, sin la cual no se podría hablar de voluntad (ésta no es otra facultad al margen de aquélla, sino una modulación suya), porque le faltaría el discernimiento necesario para saber lo que quiere precisamente al margen de tales condicionamientos. Somos libres, y por tanto capaces de resistirnos a las meras conexiones psicológicas causales, porque somos inteligentes, esto es, capaces de reorientar esa causalidad como finalidad, como decisión encaminada hacia fines puestos por la propia inteligencia, la cual no se reduce a patrones biológicos ni culturales, sino que constituye el tertium quid que explica lo más elevado en nosotros, lo que propiamente llamamos “humano”. Podemos usar esa inteligencia para el bien o para el mal; poseerla no nos hace mejores ni peores. Pero es lo que, en cuanto facultad humana, nos permite decidir entre una cosa y otra, y por tanto es la fuente originaria de moralidad, que radica siempre en esa elección primordial. Lo que, como especie, hay de elevado –de “divino”– en nosotros mismos, incluso teniendo en cuenta nuestra depravación, es el poder elegir de tal forma. El yo es el resultado de la interacción, de la disputa, entre esas tres fuerzas impulsoras, cada una de ellas con sus propias exigencias: la biología, la cultura y la inteligencia. No hay la segunda sin la primera, como no hay la tercera sin la segunda, pero aun así no son reductibles a ellas (no se pueden entender sin ellas, pero tampoco se pueden entender sólo a partir de ellas). No se puede condicionar la inteligencia, que sólo comprende. Se puede educar, que no amaestrar; por eso nunca será la mera resolución de problemas, algo “computacional”, sino el establecimiento de fines. Y en ausencia de éstos el ser humano nunca encontrará ningún sentido (la operación de la comprensión) para su existencia. Se sentirá como un animal, pero será menos que eso, porque podría ser más. Toda verdadera Ilustración que hoy merezca ese nombre debería formar tanto nuestra capacidad de adaptación y solución de problemas como la de proponernos fines alternativos a los establecidos y resistir a lo dado. El conductismo y el funcionalismo dominantes en el panorama educativo contemporáneo presuponen que están modelando la conducta de ratones en una caja de Thorndike, no personas, ni mucho menos ciudadanos