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EL NUEVO REALISMO



Leí con cierto estupor el Manifiesto del nuevo realismo de Maurizio Ferraris y ahora me encuentro con su “complemento”, Por qué el mundo no existe de Markus Gabriel, textos ambos que se pretenden fundacionales del llamado “nuevo realismo”. Veterano el primero de la vieja guardia posmoderna y post-heideggeriana italiana, más papista que el Papa, podría decirse (se empeñaba por entonces en que Heidegger era “el último metafísico”, en un ejercicio dialéctico que ya en su momento resultaba demasiado cansino), es el segundo “el más mediático y polémico”, se dice, de los jóvenes filósofos alemanes. Como telón de fondo de este nuevo realismo, una polémica, del primero con sus antiguos correligionarios intelectuales y del segundo contra los que nunca lo han sido, polémica en la que encontramos en el lado contrario a Vattimo –ahora convertido al cristianismo tras leer a Girard, que es todo un blowminder, aunque se me escapa el por qué– defendiendo su “ontología débil” de cuño nietzscheano-heideggeriano (la realidad como tal no existe, es una construcción histórica resultante de los arrojamientos epocales del ser, un conjunto de interpretaciones vigentes para una sociedad dada) y criticando “el retorno del realismo” en su reciente De la realidad. El punto de partida de ese nuevo realismo es una crítica de la posmodernidad, que Ferraris y Gabriel consideran profundamente equivocada, y que ha conducido al pensamiento a callejones sin salida de los que hay que sacarlo para recuperar una filosofía a la altura de los tiempos. Estoy de acuerdo. Ahora bien, que esta “nueva filosofía” vaya a ser la solución es lo que me parece más que dudoso. Es lo que tienen los académicos encerrados en su universo de clases, publicaciones de libros y congresos por todo el mundo: que pueden ser realistas ontológicos, pero no parecen muy realistas en el sentido más usual de la palabra; y no están, por ello mismo, menos alejados de la realidad que el peor deleuziano o derridiano.

He criticado repetidas veces –en estas mismas páginas y en otros lugares– los excesos de una posmodernidad encerrada en la más absoluta autorreferencialidad del discurso, que no habla de nada que no sea el lenguaje mismo. Una filosofía carente de compromiso ontológico que, a falta de referentes externos, se vuelve endogámica, una inacabable digestión de la propia historia de la filosofía, de la que no sale, como si el objeto de ésta no fueran los problemas del mundo actual, sino únicamente los matices de su propio pasado. Escolástica pura, en suma, disfrazada de pensamiento novísimo y trasgresor. Pero no hay nada más trasgresor que hablar con honestidad y sin miedo de las cosas que tenemos delante. La posmodernidad ha sido un enorme paréntesis histórico de circunloquios acerca de la interpretación y la deconstrucción que luego no entraba a interpretar o deconstruir nada que no fueran los propios textos filosóficos (a veces literarios o teológicos), en lo cual se revela un claro miedo a hablar de otra cosa y a ser desautorizado por el especialista de turno –como tantas veces ha pasado–. Meras propedéuticas metodológicas (aunque por lo general renegando de cualquier carácter “metodológico”, por aquello de ser éste la quintaesencia de lo moderno, que es lo que se quiere superar) que nunca traspasan ese umbral para enfrentarse “a las cosas mismas”. Jergas insoportables de autores que quieren ser crípticos para ocultar la carencia de contenido de sus obras, habitualmente pastiches de toda clase de lecturas que entremezclan en un todo sin demasiado sentido para cualquiera que no sea ellos. Y no se trata –en fin, entraré en ese juego y me “defenderé” una vez más– de “no haberlos entendido”, sino de haberlos entendido demasiado bien: porque ahí no hay nada que entender, porque Diferencia y repetición o La escritura y la diferencia sólo son enormes series de enunciados que no remiten a nada, con los que no se va a ninguna parte, pero sirven para legitimar el estatus académico de filósofos que no tienen, en realidad, nada que decir acerca de lo que nos pasa, que es siempre lo urgente. Libros que son cartas abiertas entre académicos desvinculados del mundo –nada que ver con un Kant o un Hegel, que no hacían otra cosa que descifrarlo–, lo cual es el gran pecado de esta filosofía. Una filosofía del período del Bienestar, que se aleja de los “grandes relatos” porque se cree ya a salvo de los grandes problemas. Niega el progreso (uno de esos grandes relatos), pero lo presupone, pues se imagina libre de que se repitan las atrocidades del pasado. “Ahora, en Occidente, se vive muy bien”, y por eso el pensamiento se relaja. Ya no somos obreros fabriles del siglo XIX, ni judíos en la Alemania nazi. Dediquémonos a la estética.

Esto ya es una simplificación muy grande (hay demasiado que decir acerca de demasiados autores, a veces sólo generacionalmente reunidos bajo un mismo rótulo), pero me parece que son los principios de una crítica que va al meollo del asunto, lo cual no es poco, porque éste constituye la situación de partida de la filosofía que hagamos a principios del siglo XXI. Una crítica que hay que hacer muy en serio, si ha de salir algo provechoso de ella. Ahora bien, ¿es el nuevo realismo una crítica lo bastante seria de las insuficiencias de la posmodernidad? Yo diría que no; parece más bien ese momento en que, tras una borrachera, empieza la resaca, pero el dolor de cabeza y el mareo aún no te dejan pensar con claridad. La crítica de Ferraris y de Gabriel es tan burda que parece ensalzar a la posmodernidad, más que atacarla. La describen en unos términos tan pueriles que uno, por vergüenza intelectual, se siente impelido a defenderla. Argumentos como que para los posmodernos “el Monte Olimpo de Marte no existe”, pues esto es ya una interpretación, o que para cada individuo existe una realidad única y distinta, desvinculada del resto y carente de toda objetividad (eso no se llama “posmodernidad”, se llama “psicosis”), parecen más una parodia que un análisis serio.

Pero es que, pasado el momento de la crítica, cuando la pars destruens debe dejar paso a la pars construens, el nuevo realismo demuestra una fragilidad teórica que resulta pasmosa. Es gracioso que se venda a bombo y platillo, incluso datando el momento exacto de aparición de la doctrina (tal día, a tal hora, en una cafetería de no sé dónde, estábamos Maurizio Ferraris y yo, cuenta Gabriel, hablando de la situación espiritual del mundo, y nació el nuevo realismo, etc., etc.), algo tan poco original y tan inane. El libro de Gabriel parte de una tesis básica que anuncia como rompedora: que el mundo no existe. Existen objetos, pero el mundo en cuanto tal no, no hay tal “cosa”, que la metafísica pretendió aprehender conceptualmente (reduciéndolo así a un objeto más) mediante la cosmología racional. El mundo sería tan sólo la hipotética suma total de perspectivas que tendríamos de cada objeto existente, pero no es algo “presentable” en cuanto tal, sino que se articula en una multiplicidad irreductible de campos de sentido. Bien. Es sorprendente que algo así se pueda vender como original (y más sorprendente es que un filósofo rumano, Vacariu, haya acusado a Gabriel de plagiar una teoría que sería “la suya”), cuando no es más que un mal resumen de las antinomias de la razón pura de la primera Crítica kantiana. Fue Kant quien dejó muy claro, de una vez y para siempre, la imposibilidad de tal cosmología racional, así como la de la psicología y la teología racionales (a saber, las tres ramas de la metafísica especial, encargadas respectivamente del mundo, del alma y de Dios entendidos como objetos de un conocimiento posible), estableciendo que la filosofía, en su respecto teórico, debía ser únicamente metafísica –u ontología, que dirá más tarde– general, y aun ésta no como un conocimiento del “ente en tanto que ente”, que procede analíticamente por especificación a partir de un género supremo, sino como la indagación de las condiciones de posibilidad de nuestro conocimiento sintético a priori de los objetos. El conocimiento del mundo qua mundo, entendido como totalidad de los fenómenos, es por tanto imposible, pero puede aún ser entendido como el ideal regulador de la síntesis de los fenómenos del sentido externo (aprehendidos a priori en el espacio y el tiempo).

Pero Gabriel va un paso más lejos: sostiene que sólo podemos conocer objetos, sí, y que éstos son lo que son al margen de interpretaciones, de construcciones (inter)subjetivas humanas. Hasta aquí el realismo de toda la vida. ¿Dónde queda entonces lo “nuevo”? En que Gabriel afirma que no hay un único objeto que todas las conciencias capten por igual, ni múltiples interpretaciones del mismo objeto, sino tantos objetos como conciencias los capten. Así, si hay una montaña y tres observadores, uno en su cara norte, otro en la sur, y otro en su cima, lo que hay no es un objeto –la montaña– ni tres interpretaciones de ese objeto, sino tres objetos: la montaña vista desde la cara norte, la montaña vista desde la cara sur, y la montaña vista desde la cima. Tres objetos cuyas propiedades deben, para que tenga sentido hablar de realismo, converger en una red coherente, ser composibles. Gabriel debe de haber olvidado la navaja de Ockham, aquello de que entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem, porque no se ve muy bien qué se consigue sustituyendo tres interpretaciones de un objeto por tres objetos, si al fin y al cabo –como sostiene la hermenéutica– las notas de todos ellos deben componerse en una única visión integradora. Tampoco debe de conocer el perspectivismo orteguiano –éste seguro que no, lo cual es más comprensible–, porque Ortega ya había afirmado una teoría prácticamente idéntica pero sin esa “inflación ontológica” que no aporta absolutamente nada. Al final el problema sigue siendo, como lo ha sido para la posmodernidad, para la fenomenología o para la acción comunicativa habermasiana, por no hablar de toda la epistemología desde Kuhn en adelante, el de cómo construir la objetividad a partir de la intersubjetividad que siempre es punto de partida (vamos, que Aristóteles ya había planteado el problema de cómo llegar desde lo que es próteron pros hêmas a lo que es próteron tê phýsei). No veo las aportaciones de este nuevo realismo por ningún lado, pues aunque luego entra en mucha casuística y diálogo con la ciencia, no es más que un realismo ingenuo que como toda teoría ingenua decreta –muy en la línea del positivismo lógico o de Wittgenstein– que el problema ha quedado zanjado sólo porque no quiere hablar de él. Ciertamente, este nuevo realismo está muy por debajo en rigor y profundidad teórica del idealismo al que critica –a la que vez que usa– y que señala como origen de los desmanes de la posmodernidad, al poner el principio en el sujeto y no en el objeto, de forma que (incluso cuando se efectúa la posmoderna “borradura del sujeto”) multiplica hasta el infinito las perspectivas. Pero no parece que multiplicar los objetos sea mejor solución. El recurso a los múltiples “campos de sentido” como esferas de aprehensión de una única realidad en sí, al margen de todo constructivismo, no es nuevo ni aporta tampoco nada. Sólo le cambia el nombre al problema. Cuando Gabriel dice –como lo ha dicho en entrevistas– que él inaugura “un nuevo paradigma” tras el idealismo kantiano y se confronta con éste, en primer lugar no es sincero, y en segundo lugar resulta lamentablemente prepotente. Pero claro, es que es “mediático y polémico”.

Esto es lo que viene ocurriendo, en general, con las filosofías posteriores a la posmodernidad. Lo que Habermas decía de ésta, a saber, que en realidad es premoderna y conservadora, se puede decir con tanta o mayor razón de aquéllas. Demuestran un conocimiento del pasado filosófico que se diría muy deficiente si no fuera porque en realidad sólo es un subterfugio para revender, en un mercado intelectual saturado, las ideas clásicas que anuncia como novísimas (algo en lo que ya Heidegger fue un maestro: apropiarse de lo dicho por otro justificando que ese otro nunca lo dijo, lo cual pasa por reinventar el pasado). El nuevo realismo es un pastiche de viejas ideas que se anuncia como original y refrescante, pero es teóricamente muy débil y poco consistente. Lo mismo les pasa, aunque en menor grado, a Sloterdijk, Zizek y todos los popes de la filosofía actual: que sus teorías son más provocativas que otra cosa, que se mueven con calculada ambigüedad en el ámbito de la cultura pop y ofrecen subproductos teóricos de fácil acceso que ni son “divulgación” ni son “investigación”, sino algo intermedio con lo que no se sabe muy bien adónde quieren llegar; y de hecho no llegan a ningún lado, porque la supuesta crítica política que estas teorías pretenden articular apenas tiene alcance. No es más que la mala conciencia académica de autores que se declaran una y otra vez antiacadémicos –hasta han adoptado una estética muy “antiacadémica”– pero que hablan desde la academia sobre una realidad que parece quedarles bastante lejana. Los disparates eugenésicos de Sloterdijk, la charlatanería lacaniana de Zizek (no voy a hacer el chiste de los “charlacanes” porque es muy malo) o la refundación de ontologías realistas desde las que criticar la situación política “ahora sí, de verdad”, no parecen muy constructivos. Antes bien, se huele tras estas modas filosóficas el poder de ciertas instancias académicas y editoriales que colocan a “su gente” en las portadas, como en su momento se hizo con Foucault o Habermas, porque hace falta tener a algún filósofo popular y sencillito al que llamar para una entrevista en televisión, prensa o radio, al que todo el mundo pueda entender (más o menos), que escriba uno o dos bestsellers ensayísticos al año, y sobre todo, que no diga cosas demasiado comprometidas (se puede ser polémico, epatante, como Sloterdijk, mientras no se toquen temas verdaderamente espinosos, como por ejemplo el nuevo totalitarismo que está levantando Alemania en la UE). Filósofos que distraen a la gente de cierto nivel cultural, en vez de asumir la responsabilidad social que tienen –hay que reconocer que Zizek, en este aspecto, sí que se ha mojado, aunque empleando unos medios teóricos, a mi entender, inadecuados para sus fines–, en una época como la nuestra que ya no es aquella del Bienestar en la Alemania o la Francia de la Guerra Fría, sino la de una inflexión siniestra hacia el autoritarismo oligopólico y el desmontaje de las instituciones democráticas y los derechos de los ciudadanos. Pero ya se sabe: la cátedra es ajena a todo compromiso, salvo a aquellos que han sido necesarios para alcanzarla. Es conservadora por su propia naturaleza.

En cuanto a ese nuevo realismo, no es más que otro producto de académicos que juegan a ser el enfant terrible de la academia, de la cual hablan con condescendencia, pero que es el ecosistema fuera del cual no sabrían sobrevivir; una pose que se viene repitiendo desde principios del siglo XX y personalmente me resulta tediosa y ridícula. Si la filosofía ha de asumir la responsabilidad intelectual que le corresponde (y si no lo hace, tarde o temprano desaparecerá o se disolverá en una mala literatura divulgativa, que es prácticamente donde ya está), las pretensiones de novedad deberían dejar paso a la más humilde búsqueda de la verdad –como es el caso de las ciencias, al menos las duras–, y si los caminos que conducen a ésta ya han sido abiertos, habría que volver a ellos para explorarlos, y no querer ser siempre los que empiezan algo de cero. No hace falta ningún ingenuo nuevo realismo, como tantas otras doctrinas que surgen en los despachos de universidades o en congresos de pedantes de letras que fingen discutir mucho para no dar ningún paso hacia el conocimiento, porque cada cual va allí a soltar su rollo –a defender su estatus académico– y se vuelve como llegó. La única forma sólida de realismo es el materialismo –ese del que Gabriel, por supuesto, abomina–, el evemerismo de la filosofía, pues sólo éste disuelve el retroceso del lógos a las nuevas formas de mito (la proliferación de relatos arbitrarios) que constantemente aparecen. El único conocimiento verdadero es el de las causas, y comprender éstas no es otra cosa que ordenar los estratos de materialidad que disponen la constelación de fenómenos que es el mundo, el cual en efecto no existe como objeto, pero sí como una determinada ordenación de lo real, que sólo es “real” porque es susceptible de alguna interacción material con otros fenómenos. Todo lo demás no es nuevo realismo, sino viejo idealismo, y no precisamente del bueno.



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