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Filosofía | Artículos
EL FIN DE LAS FACULTADES DE FILOSOFÍA
Sobre el lento morir de las humanidades
Ahora bien, no me quedo muy satisfecho de lo que leo. No encuentro,
entre tantos que han defendido la autonomía de la filosofía, muchos argumentos
para no llevar a cabo esa desastrosa fusión, salvo la presunción de que la
filosofía “es necesaria”, “sin ella la sociedad se va a sumir en la oscuridad”,
etc. Y quizá no se puede argumentar adecuadamente porque, en general, se evita
hacer algo que uno nunca quiere hacer cuando trata de defenderse de una amenaza
inminente, y es un ejercicio de autocrítica; ciertamente, no parece el momento
propicio para ello, pues hacerlo le daría razones al adversario, y eso es
precisamente lo que se quiere evitar. Y, sin embargo, cuanto menos en
determinados foros intelectuales, cuando no en público y con total
transparencia, creo que es imprescindible hacerlo, aun en tan aciaga ocasión. Porque
en la cuestión “¿cómo hemos llegado a esto?”, un examen de conciencia se hace
tan imprescindible como urgente. En la actual situación de la filosofía en
España hay tanto de asesinato como de suicidio, queramos verlo o no.
Hay una pregunta que se ha planteado insistentemente a raíz
de este debate y a la que algunos responden de forma naif, mientras que otros
se niegan a responder. Todos yerran. La pregunta es: “¿qué producen las
facultades de filosofía?”. Los primeros alegan que es algo único y decisivo:
pensamiento, libertad, autonomía individual, etc. Pero se equivocan, son
demasiado optimistas; esas cosas no son privativas de las facultades de filosofía,
y existirían con independencia de ellas (como la filosofía no puede
patrimonializar el ser la “fábrica de ideas”, que dicen G. Bueno y los suyos,
lo cual es absurdo). Los segundos consideran que contestar a esa pregunta
supone entrar en la nociva dinámica intelectual del capitalismo, que lo calibra
todo según su productividad; y no se debe caer en esa trampa, que obligaría a
reconocer la improductividad de la filosofía, o incluso se debe presumir de
dicha improductividad como un signo de un valor superior, de lo Otro del
capitalismo, lo que no se vende.
Me parece que ambas posturas revelan un complejo: de
superioridad el primero, de inferioridad el segundo (no se olvide que todo
complejo de superioridad es un complejo de inferioridad sublimado). Visiones
distorsionadas de la realidad, en suma. Porque, no nos engañemos, toda facultad
ha de producir algo. No están ahí para no hacer nada. Y desde luego, lo que
sale de las facultades de filosofía no es esa maravilla de la que algunos
quieren presumir; de hecho, estando como están las cosas, su cierre,
pseudocierre, o como queramos llamarlo, no se va a notar demasiado.
Una forma de abordar adecuadamente aquella pregunta me
parece la siguiente, inscrita además en la tan traída y llevada indefinición de
la filosofía: no se trata tanto de lo que las facultades de filosofía producen
desde el punto de vista teórico como desde el punto de vista práctico, esto es,
de los sujetos que salen de ellas. Quiero decir que el “objeto” que dichas
facultades producen no es otro que “filósofos”. Pero aquí está el problema. Y
es que las facultades de filosofía son totalmente improductivas, no porque no
rindan económicamente, no porque no aporten gran cosa al I+D de un país, no
porque no tengan altos índices de inserción laboral, sino porque no le dan a la
sociedad lo que prometen darle (con total independencia de que la sociedad lo
haya pedido o no), que en este caso es eso: filósofos. Si así fuera, quizá otro
gallo nos cantaría. No habría que justificar desesperadamente y siempre de
forma retórica lo que ya habrían evidenciado los hechos, y es que las
facultades de filosofía “fabrican” cierto tipo de “agente cultural” cuya sola
existencia ya produce lo que podríamos llamar “efectos filosóficos” sobre el
discurso público; que, por así decirlo, modifican la química sociocultural y
producen reacciones que sin ellos no se darían; una especia de catalizadores
cuya presencia se hace notar. No se tendría que explicar qué es lo que se hace
si, de hecho, se estuviera haciendo. Pero, ¿es así?
Mucho me temo que no. Desde hace veinte o treinta años, de
las facultades de filosofía sólo salen licenciados (ahora graduados, que es
peor) con una, en el mejor de los casos, “cultura general”, la mayoría de los
cuales no aprobarían ni un cuestionario básico de la disciplina en la que dicen
ser especialistas. Su discurso suele ser hueco, pomposo y autocomplaciente, como
si salvaran el mundo cada día, cuando apenas pueden explicar qué es eso de la
filosofía al primero que les pregunta, y encima se sienten ofendidos cuando
esto ocurre. Si un médico o un arquitecto tuvieran el mismo nivel en su área de
saber al terminar sus estudios, no se les permitiría ejercer, porque matarían a
gente. “Pero es que un filósofo no puede matar a nadie”, se dirá; lo que ocurre
es que puede matar algo: a la propia filosofía. Cualquier otra facultad produce
a profesionales de la misma: de la de Física salen físicos, de la de Psicología
salen psicólogos, de Magisterio maestros. Pero de la Facultad de Filosofía
salen, no filósofos, sino titulados en filosofía. La afirmación kantiana de que
“nunca puede aprenderse […] la filosofía. […] se puede, a lo sumo, aprender a
filosofar”, se ha convertido en un patético “no puede aprenderse a filosofar,
sino, como mucho, la historia de la filosofía”. Esto contribuye al preocupante estado
de cosas actual; cuando se permite que un joven, después de cuatro o cinco
años, salga de la facultad con los niveles con que están saliendo, se está matando el futuro académico de la disciplina.
Rebajar el nivel sobremanera porque hay pocos matriculados es el gran error que
jamás debería haberse cometido: hay que subirlo, y ya vendrán más alumnos cuando
el prestigio de la facultad dé frutos. A la inversa, se vacían. Pero la
indolencia de una amplia parte del profesorado ha contribuido no poco a que
ahora estemos lamentándonos. El bajísimo nivel, la repetición de las mismas
lecciones (¡leídas!) durante años, los temarios en los que no se explican nunca
ciertos autores o temáticas mientras que se repiten sistemáticamente los
mismos, el carácter eternamente introductorio de lo que deberían ser clases avanzadas,
los profesores que se pasan toda su carrera profesional extractando, en lecciones
y artículos, su tesis doctoral... todas estos y demás vicios, nacidos de la
pereza y la indiferencia, nos han traído en parte adonde estamos ahora. Luego
es fácil culpar a la administración, que sin duda no es muy partidaria de eso
de que sus votantes piensen, pero se le pone en bandeja el contexto para un
recorte sustancial y justificado.
Si nos centramos en el contenido de la disciplina, en el estado
actual de la filosofía, y no tanto en cómo se enseña (aunque la circularidad
entre ambos factores es obvia), surgen más problemas, todavía mayores. Y es que
una disciplina no puede llevar más de medio siglo hablando de su propio final,
deconstruyéndose y autoparodiándose, dedicándose a la más escandalosa escolástica
(ese “comentario de textos” que es la hermenéutica), haciendo gala de que su
momento pasó, de que se ha terminado, de que es un sinsentido, un error
lingüístico, etc., y después intentar convencer a quien pone el dinero de lo
importante que es que alguien diga que su propia área de discurso está
finiquitada, cual mina agotada por una explotación de dos mil seiscientos años.
No se puede estar todo el tiempo pregonando que se acabó el ser humano, y la
Ilustración, y los sueños de racionalidad y de justicia –todo ello imposturas, quimeras,
delirios metafísicos–, pero a la vez afirmar que te tienen que pagar para que
enseñes precisamente eso, aunque ya no sirva para nada y se haya demostrado
falso; para que sostengas sin pudor que “ya no se puede filosofar”, porque “la
filosofía acabó”, y que “ahora ya sólo queda el pensar post-filosófico”, y que
a lo sumo “se puede estudiar el pasado de la filosofía, pero no seguir
haciéndola”. Quienes han sostenido y sostienen este argumentario (básicamente
porque son unos mediocres que jamás habrían sido capaces de producir buena
filosofía, así que viven de desmantelarla, porque algo tiene que decir para
justificar su puesto en la Academia), tienen tanta culpa de la situación
incierta de la filosofía como los oscuros intereses políticos que quieren acabar con ella.
Hay que defender la permanencia de la filosofía, como tal,
en el espacio universitario y en la secundaria –donde es aún más importante–.
Incluso cabe decir que la universidad (a no ser que haya de reducirse a una
mera formación profesional superior) no tiene sentido sin la filosofía, que
contribuye decisivamente a esa pretendida “universalidad” que la ha definido desde
sus orígenes, en su afán de proporcionar no sólo preparación técnica y científica,
sino también ese “algo más” necesario para la existencia en sociedades
complejas que ha caracterizado a lo largo de la historia a lo que hoy llamamos “cultura”.
La universidad nace en la Baja Edad Media, con las nuevas ciudades, como un
lugar donde se estudian filosofía, teología, leyes y medicina; no debería
olvidársenos nunca que la filosofía está en el acta fundacional de la misma. Constituye
un patrimonio irrenunciable y está entre las señas de identidad de ese
Occidente cada vez más desdibujado y perdido. Pero para que todo eso no se
pierda, los errores y desvaríos de la filosofía de los últimos tiempos deben
ser analizados y atajados; debe recuperarse una seriedad que el estudio de la
filosofía (y esta misma, en general, en la medida en que es inseparable del
sistema universitario y editorial) hace tiempo que perdió. Fundamentalmente, desde que se desvinculó de las ciencias y se convirtió en un saber de letras muy dado a la arbitrariedad y las intuiciones particulares. Mientras no sea así,
mentiremos cuando decimos que la filosofía es una cosa valiosa, útil y hasta
necesaria, y por mucho que defendamos su permanencia en la universidad y en los
planes de estudio de secundaria, sólo estaremos, en el mejor de los casos,
aplazando lo inevitable.
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