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EL ACONTECIMIENTO



En un amplio sector de la literatura filosófica ‒y ello tanto en publicaciones acreditadas como en discusiones en redes sociales, etc.‒ ha llegado a ser muy frecuente el uso del término “ontológico” en un sentido muy determinado, a saber, para referirse a aquello que, frente a estructuras y procesos (más o menos lineales), hace referencia a lo individual, idiográfico, azaroso, libre, no sometido a regla. O lo que es lo mismo: el acontecimiento, la singularidad, la irrupción en una determinada serie de lo diferente, heterogéneo. Así, frente al uso tradicional del término ‒acuñado por el racionalista Clauberg en el siglo XVII, pero de raigambre netamente aristotélica‒, que designa precisamente lo estructurado, lo regular, la “estructura universal de lo real”, se usa ahora para referirse a la excepción, aquello que acontece saliéndose de norma y recordándonos que puede introducirse la discontinuidad en la serie ordenada de las cosas. Y de forma señalada, en nuestra organización sociopolítica. Lo “ontológico” pasa a significar ese acontecimiento por el que irrumpe algo distinto y liberador en la sociedad normalizada, adocenada, repetidora de un asfixiante eterno presente.

Este uso del término remite conceptualmente ‒más que terminológicamente‒ a Nietzsche y Heidegger, y debe mucho a los desarrollos de autores como Deleuze y Vattimo. El instante nietzscheano (la ruptura con la secuencia lineal del tiempo, el mordisco a la cabeza del serpiente del Zaratustra); el Ereignis heideggeriano, ese “acontecimiento apropiador” (empropiador, traducía una profesora mía de la facultad) por el que el hombre y el ser se “copertenecen”, que abre al primero a su posibilidad esencial ‒el espacio de lo libre dentro de la necesidad‒; la deleuziana “singularidad pura”, no sometible a conceptualización, introductora de discontinuidad y diferencia en la serie de repeticiones; el evento del ser de Vattimo, que funda una realidad “débil”, en devenir… Formulaciones emparentadas, hijas de su tiempo. Cuando a lo ontológico, históricamente, se le ha quitado todo valor, pues el ámbito científico parece que ha reducido este tipo de reflexión a la más absoluta vacuidad, queda como expresión, precisamente, de lo acientífico, de una espontaneidad puramente cualitativa, un tanto inaprehensible.

En estas fechas ‒comienzos de año‒ observamos la forma espontánea, social, de lo que estos autores han tratado de elaborar en su pensamiento: queremos que el tiempo se inicie de nuevo, queremos nuevos comienzos. Volver a empezar, romper con el pasado, liberarnos de cargas, de la peor de ellas (nosotros mismos), transformarnos, inaugurar un tiempo virgen, inocente… es un deseo cuasi universal. La cultura pagana estableció unos ritos basados en un tiempo circular, marcado por reinicios periódicos; el pensamiento judeocristiano, que es lineal, pero no quiere renunciar a tales reinicios, reintroduce estas circularidades ácronas en su diacronía: instantes de estallido de lo distinto, momentos catárticos de perdón y estreno.

Pero en el contexto teórico, esa forma de emplear el término “ontológico” no deja de ser una forma de ligereza, de autoengaño; de pensar que podemos hacer trampas al solitario y salirnos voluntariamente de procesos más o menos cerrados (como lo es el más fundamental de todos ellos: el tiempo mismo) para experimentar algo (algo “real”) que escape a su lógica, la cual, por supuesto, nos atenaza. Mesianismo puro: esperar que algo ocurra, que alguien haga algo, que todo cambie, a ser posible sin tener que hacer nada. Al pensamiento revolucionario moderno se contrapone este otro, pasivo, siempre a la espera de que pase algo que transforme el mundo. Algo que nos ha de “ser dado”, esa poética de la salvación tan de Hölderlin ‒siempre se le cita en estos casos‒: la salvación que llegará en el momento del “máximo peligro”, que por supuesto siempre es el nuestro. Todo ello presupone además una idea, la de que siempre habrá una oportunidad, una esperanza, que todo es posible. Supongo que no podemos vivir si no es pensando así. Es cosa de seres finitos y desgraciados, trágicos, como nosotros. Es un hecho psicológico. Pero al menos los académicos deberían ser más estrictos y serios ‒duros consigo mismos‒ en el uso que hacen del lenguaje y en sus categorizaciones de la realidad. Lo ontológico, en rigor, designa el discurso sobre lo que hay en cuanto tal, desde la mayor generalidad de sus determinaciones. Ello incluye, cómo no, un tratamiento de las modalidades del ser (facticidad, necesidad, posibilidad), que hay que delimitar cuidadosamente. Pero convertir la ontología en el discurso sobre posibilidades abstractas me parece poner un pie en el terreno de la teología ‒aunque sea una “teología negativa”‒, cuando no de la mística. Uno de tantos peligros teóricos frecuentes.

Siendo precisos, el acontecimiento es el resultado de procesos estructurales (en el nivel de análisis en que nos encontremos, pero, por antonomasia, en el sociohistórico) que, a su vez, modifica las propias estructuras que lo producen. Cambio sistémico. No es “pura excepción” ni epifanía de “algo otro”, sino el resultado, quizá no siempre previsible, pero desde luego nunca “al margen”, de las estructuras materiales que configuran el mundo. Éstas son (repito: en el nivel de análisis en que nos encontremos, dando lugar a distintas “regiones”) las que constituyen, por tanto, lo ontológico. La ontología no se ocupa de acontecimientos; ése es el trabajo de la historia. Ni siquiera una “ontología del presente”: ésta se ocupa de comprender fenómenos nomotéticos, estructurales, que constelan nuestro mundo, y hacer a partir de ellos anticipaciones procesuales, pero no de esperar eventos salvíficos. En términos materiales, ese uso y abuso del término “ontología” quiere decir: el anhelo de que la supraestructura logre por sí misma, abstraída del mundo, los cambios que de la infraestructura sabemos que no van a llegar. No por el momento, al menos. O lo que es igual: la esperanza de que del ámbito simbólico y eidético llegue el “milagro”; que ocurra un cambio en nuestras condiciones materiales de existencia sin modificar éstas. En el fondo, puro pensamiento mágico. Y por ello mismo, pueril.




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© David Puche Díaz, 2018.
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