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CENSURA

  

Oído en una tertulia radiofónica, a propósito de Woody Allen: "¿Qué debemos hacer con las obras de arte de malas personas?". Que la pregunta pueda hacerse ya me parece de por sí escalofriante. El principio fundamental de la crítica cultural y artística actual parece ser éste: déjame ver los antecedentes penales del autor y ponme al día de los detalles de su moralidad o acerca de su posición política, y te diré si su obra es buena o mala. La calidad, al parecer, no es más que el sumatorio de todo lo anterior. Una obra es artística o intelectualmente tan buena como lo sea, moralmente hablando, su artífice. Una obra maestra deja de serlo ipso facto si se airea algún trapo sucio de su autor. O sea, que no hay criterio inmanente a la propia obra para determinar su calidad. No existe algo a lo que llamar "belleza" o "verdad". No hay criterios técnicos. Lo que cuenta es la conciencia moral del espectador, armada con unos criterios retroactivos por lo general bastante mezquinos. Algo muy peligroso en una época que hace gala del derecho a sentirse ofendido por todo.

Arrastrados por la misma ola de moralismo, hay museos que están retirando de exposición obras por "sexualizar" la figura humana o "cosificar" a la mujer. Toda la jerga sacada de los Women's Studies de las universidades de EE. UU. no sirve para disfrazar la palabra "indecencia" que el puritanismo anglosajón ha conseguido hacernos ver en todo; otro aspecto de la ingeniería social y moral de los Neocon norteamericanos, a los cuales nadie se opone tras el 11-S con un discurso mínimamente serio. Un triunfo impensable sin la imperdonable colaboración (por acción u omisión) de una izquierda y un feminismo pacatos que han hecho suya esta moralina, hasta el punto de ser ellos los primeros en reivindicar lo que de todas formas va a ocurrir (se adivina ya como un destino inevitable): una involución social catastrófica que consolidará los intereses de la reacción ultraconservadora y neoliberal. Escucho estupefacto otro debate, éste televisivo (de una cadena que se dice "progresista"), en el que un contertulio se pregunta si habría que retirar de los museos todos los cuadros en los que la mujer aparece como objeto de deseo, algo que ya se propusiera hacer, en el siglo XVIII, con obras "impúdicas". Otro tertuliano le contesta que no, por supuesto, pero que habría que eliminarlos de los libros de texto y no enseñárselos a los jóvenes, porque sería "poco edificante".

Qué triste y fea época es ésta, una época de retroceso histórico en derechos y libertades (y lo que es peor: en la capacidad intelectual para reconocerlo y oponerse a él) avalado por las jergas estúpidas de unos mercenarios intelectuales que están, a la postre, alimentados por las mismas instituciones que lo llevan a cabo. Una época, como lo son todas las involutivas, de cazas de brujas y de linchamientos colectivos, como lo es, ahora, el de Woody Allen, aunque sólo sea un ejemplo entre tantos. Una época en la que ciertos colectivos se arrogan el derecho a definir los límites de la moral sin que otros puedan intervenir en la discusión, pues intentar hacerlo ya sería traspasar dichos límites. Una época con miedo a hablar de ciertos temas porque la "corrección política" resulta asfixiante; situación que se propicia apaleando de vez en cuando públicamente a algún chivo expiatorio para dar ejemplo, por cualquier motivo, aunque sea recuperando hipócritamente transgresiones ya sabidas por todos y expiadas treinta años atrás.



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© David & Daniel Puche Díaz, 2018.
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