LA IRONÍA CERVANTINA

LA IRONÍA CERVANTINA
o SOBRE LA FILOSOFÍA TRAGICÓMICA (2 de 3)
 
 
D. D. Puche
© 2021 | Publicado en 16/12/21
 
 
 
La ironía cervantina | Caminos del lógos. Filosofía actual.


  
    
 
Esa filosofía no está en el Quijote donde la que se halla es sobre todo escolástica católica, sino antes bien en la relación que Cervantes guarda con él; en el juego que se da entre autor y obra, que es el que se da entre la reflexión y la acción, entre pensamiento y vida. Está, por tanto, en el metatexto que trasciende la propia novela cómo no iba a ser así, tratándose de la ironía. Don Quijote vive el ideal heroico, caballeresco, de una España imperial ya venida a menos, arruinada y desmoralizada, crecientemente escéptica de sí misma. Representa los valores de un mundo que ha entrado en su ocaso, cuya evocación, de por sí, se ha vuelto cómica. Sólo un “loco” puede creer aún en él, en esa épica “de otro tiempo”; sólo un loco ve castillos donde hay ventas, gigantes donde hay molinos, un yelmo legendario en lugar de la bacía de un barbero. Todo lo que hace y dice es cómico porque está fuera de contexto, porque cree en algo ya irreal (¿alguna vez lo fue?), en lo “medieval” que nadie se toma en serio. No en el cínico mundo “moderno”.
 
Pero es que don Quijote no es un personaje del cual Cervantes se ríe, proyectando en él los defectos de una mentalidad obsoleta; antes bien, es su alter ego, es el propio Cervantes. Su infinito ingenio (el del autor, no el de la criatura literaria) radica en proyectarse él mismo como personaje del cual, a la vez, es capaz de reírse. Cervantes hace humor a su propia costa, sobre la vivencia de una épica trasnochada, la creencia en un imperio y unos principios por los que ha vivido y lo ha dado todo recuérdese su famosa referencia a la batalla de Lepanto (DQ II, Prólogo), el orgullo de haber luchado en ella, al coste que tuvo para él, y que a la vez reconoce truncados en lo práctico, en su propia cotidianidad, que ya no se compadece con aquéllos. Evoca la imago de una España que en realidad ha entrado en decadencia, en la que los ideales del pueblo no se corresponden con sus intereses (demasiado fácil y sesgado hubiera sido para él plantear que esos ideales populares no se corresponden con los intereses de las élites; pero no hay resentimiento en la obra de Cervantes). Por eso don Quijote es un hidalgo, lo más bajo de la nobleza; un caballero, pues posee un caballo según la vieja tradición castellana de los tiempos de la Reconquista, que no exigía ningún ordenamiento “oficial”, pero un caballo famélico, tan poco “noble” como lo es él, como lo es la propia Castilla que el caballero encarna (hay cierta comicidad en el propio apelativo “de la Mancha”). Cervantes, hombre ya maduro, posee la serenidad y el sentido común para reírse de sus propios sueños y ambiciones anteriores, que sabe irreales y anacrónicos. Sin embargo, no los ridiculiza con amargura: muy al contrario, lo honra. Ese distanciamiento se da en él mismo, capaz de observarse gnóthi seautón con la objetividad psicológica propia de un cirujano del alma. El autor y el personaje son correlatos del sujeto que se observa y el sujeto observado, respectivamente.
 
Es por eso también que el sujeto observado ha de desdoblarse en dos personajes: por un lado la locura, y por otro el sentido común que le recuerda sus desvaríos; lo intempestivo de sus fines, o sea, don Quijote, y lo pragmático de sus medios, es decir, Sancho. Éste es el “alma popular” que, con los pies en la tierra, bien afincado en su tiempo, intenta limitar las pretensiones irracionales de su señor; la cordura cervantina, que sabe de lo exaltado de las metas a las que aspira, pero no es capaz de evitar proponérselas, de modo que plantea, cuanto menos, medios más prudentes para su realización. Los diálogos entre el caballero y el escudero entre lo que el idealismo alemán entenderá como Vernunft y Verstand, entre la irrenunciable aspiración a lo absoluto y la finitud que la limita son en realidad monólogos de Cervantes, perfectamente consciente de esa tensión en sí mismo. De un Cervantes que no se juzga por ello, sino que se entiende y se acepta como es, con perfecta ironía, sin complejos ni autocompasión; de ahí la dulzura entre ambos personajes, la compenetración y el respeto, el cariño que surge entre ellos. Pues uno aspira a lo imposible, a lo irrealizable, lo cual el otro le señala como tal, y le advierte sobre las consecuencias que tendrá semejante empeño; pero lo aprecia, y hasta admira (progresivamente) por ello, dado que en esa aspiración radica su valor como ser humano. En no dejarse amedrentar por las limitaciones de un mundo que sabe lo sabe Sancho, o sea, lo sabe Cervantes que terminará por aplastarlo, pero ante el cual toda otra postura sería un acto de cobardía, una pusilanimidad imperdonable una deshonra.
 
Eso es lo que Cervantes, dos almas en una, comprende claramente. Y en eso consiste la dialéctica entre ambos personajes: el loco hidalgo que ha perdido el juicio por los libros de caballerías y se cree el héroe de una epopeya y por eso lo es de una comedia, y el simple pueblerino que contrapesa los desvaríos de su amo recordándole dónde y cuándo están, o sea, el escenario real de sus gestas, una vulgar La Mancha donde ninguna gesta tiene cabida. Ése es el sentido de que, al final, don Quijote muera, superado por el mundo y habiendo comprendido su enajenación, vuelto ya en sí; pero, a la vez, de que Sancho supere su sentido común, esa limitación de la insensatez que él mismo representaba, y quiera emprender nuevas aventuras con su agonizante señor. El círculo se cierra, y ese círculo no es otro que el de la autoconciencia de Cervantes, devenido al fin “sí mismo”; él (como autor) ya lo estaba desde el comienzo, pero no en la narración (escindido en ambos roles). Ahora ésta ya ha consumado. Cervantes gracias, en parte, a la intromisión de Avellaneda ha concluido su manifiesto, su declaración de principios. Unos principios que son para este mundo, pero que a la vez lo trascienden. Que se ciñen a su necesidad, a su orden, pero que también aspiran a la libertad, esto es, exigen su trasformación. Y ello desde una épica un enfrentamiento con el destino condenada de antemano al fracaso. Una épica del fracaso, culminación ético-estética del Barroco español, cuya esencia es lo tragicómico. [Sigue leyendo la tercera y última parte.]
 
 
 
 
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Del autor de este artículo...

VIVIR EN EL DESARRAIGO
La transformación de lo humano en el siglo XXI

Nos hallamos en un momento decisivo de nuestro desarrollo como especie; no un momento simplemente histórico, por tanto, sino incluso evolutivo. Un interregno de cambios vertiginosos y de crisis de inmenso alcance, que amenazan como nunca antes nuestra existencia y hacen presagiar la transformación del ser humano como tal en otra cosa. Por eso la humanidad, que siempre se ha preguntado por su propia naturaleza y propósito ‒ya sea de forma religiosa, artística o filosófica‒, parece recuperar una adormilada preocupación por lo que es y lo que quiere llegar a ser; por la dirección en que quiere encauzar los gigantescos e irreversibles procesos de cambio en que está inmersa, y tras los cuales el futuro inmediato se muestra oscuro y difuso, tras espesas nieblas de incertidumbre.
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