EL PENSAMIENTO DE MERCADILLO



Vuelvo sobre un tema que ya traté anteriormente, con el propósito de hilar más fino y responder a algunas objeciones que me han sido planteadas. Explicado en términos materialistas clásicos, el actual culturalismo sería una estrategia intelectual ‒no ya una escuela o corriente, sino algo mucho más amplio, y por ello también más vago y ambiguo‒ que sostiene que la supraestructura simbólico-ideológica de la sociedad es básicamente independiente de la infraestructura tecnológico-económica. No hay relación de dependencia entre ellas, sino que se relacionan horizontalmente; están al mismo nivel. Lo que hay es más bien una mutua interdependencia, o incluso es la infraestructura la que depende de la supraestructura (algo así como “el sujeto construye su mundo”). Es una visión surgida sobre todo a partir de los años 60, de manos de marxistas occidentales, en EE. UU. y Reino Unido (siempre reconociendo una cierta deuda con la Escuela de Fráncfort), y constituye la base teórica de esa amalgama discursiva denominada “estudios culturales”, entre los que destacan los women’s studies que son la matriz académica del llamado “feminismo de tercera ola” (algunos ya hablan de “cuarta”). Se trata, en general, del discurso “oficial” de izquierda socialdemócrata y post-obrerista en el contexto globalizado, multicultural, descolonizado, etc., y corre paralelo a lo que en el ámbito de la filosofía más académica se denomina “posmodernidad”, singularmente bajo la forma del “pensamiento débil”.

Pero la cosa viene de antes, de las reacciones intelectuales contra el biologicismo evolucionista de corte spenceriano ‒todavía muy arraigado en la sociología y la antropología de la primera mitad del siglo XX‒, que produjo una terrible “mala conciencia” entre la clase académica tras la Segunda Guerra Mundial. Se entendió que conducía directamente al ideario nazi acerca de la supremacía basada en consideraciones biológicas y el consiguiente derecho de un colectivo a imponerse por la fuerza, amparándose en la “selección natural” y la “lucha por la supervivencia”. Así, todo lo que oliera a Malthus o Spencer fue casi censurado, por lo menos durante algún tiempo, en el terreno de las ciencias sociales y humanas (las naturales son ajenas a tales intervenciones, avanzan por su sola crítica inmanente, y no llevadas por tendencias sociopolíticas). De la noche a la mañana, la biología había sido casi proscrita de todo discurso de alcance social. Otro factor, casi paradójico desde un punto de vista materialista, es que el propio marxismo, controlado intelectualmente desde la URSS, no sentía ninguna simpatía por la biología, al querer reducirlo todo a sociología y economía (pues, de lo contrario, el discurso acerca del materialismo dialéctico y la autopoíesis histórica humana encontraría límites teóricos muy serios, de los que se “decidió” prescindir). Para combatir las objeciones biológicas a las tesis historicistas, se optó por el lamarckismo de Lysenko. “La función hace el órgano” no deja de ser una forma de “el sujeto construye su mundo”.

Estos factores prepararon el terreno para el culturalismo que hoy sostiene y orienta todo discurso socialmente aceptable. Esto es: la conducta humana se debe enteramente a lo sociocultural, lo biológico pesa poco o nada en ella, y la cultura es un ámbito de transformación libre que no es reductible a estructuras materiales (o sea, tecnológicas y económicas; en esto último hay más discrepancias y matices, pero es generalmente compartido). De modo que no es la infraestructura la que, con sus cambios, modifica en consecuencia la supraestructura, sino que ésta, libre (“flotante”), puede volverse contra su base y modificarla arbitrariamente. Esta forma de pensar ha generado una abundante bibliografía, después traducida a toda clase de consignas y eslóganes populares (el “sesentayochismo”, en sus diferentes modulaciones), acerca de “hacer la revolución”, de “producir el acontecimiento”, de la “imaginación como fuerza transformadora”, etc. Vaya, que somos absolutamente libres de ser como somos, y si no cambiamos es por desidia, maldad o por estar demasiado acostumbrados al dominio secular ejercido sobre nosotros. Y toda negación de esta libertad absoluta es “mala fe” y “complicidad” con el sistema. Siempre hay alguien que está impidiendo el cambio, el progreso, y ese alguien representa y resumen todo lo malo; es el Enemigo, Satanás, su nombre es la palabra-conjuro que explica la realidad de un plumazo y nos libera de la necesidad de hacer análisis complejos de problemas complejos. Así, en tiempos recientes, capitalismo, patriarcado, heteronormatividad, etc., se convierten, más allá de su valor descriptivo, en conceptos que mientan el Mal, la negatividad pura, y son usados como refutaciones en cualquier discusión, o hasta para anatematizar una determinada postura. Son anti-valores que sirven, en amplios círculos (que establecen, además, la “corrección política”), como arma arrojadiza y forma de descalificación. Hoy en día, unos cuantos tweets ya valen más que las más de tres mil páginas que le llevó a Marx el análisis del capitalismo. O cuanto menos ‒no quiero caer en parodias fáciles‒, un ensayito que recoge las opiniones de su autor, prescindiendo de toda necesidad de justificar científicamente sus afirmaciones. Eso ya no se lleva. 

La tesis fundamental que sostiene este enfoque, este estilo de teorizar, si es que a esto se le quiere llamar teorizar (sus afirmaciones siempre tienen más que ver con un programa político que con una obra teórica), parte de reconocer que la realidad está simbólicamente investida, que todo nuestro acceso a ella pasa por mediaciones socioculturales que determinan nuestro pensamiento y nuestras respuestas afectivas a través del lenguaje. Así pues ‒y aquí llegamos a dicha tesis fundamental‒, cambiando los símbolos que empleamos, interviniendo arbitrariamente en el lenguaje para “resignificar los significantes”, cambiaremos la realidad misma, que es una proyección humana, algo inexistente al margen de nuestra forma de comprenderla.

Esto es antimaterialismo puro, sorprendente cuando viene de sectores tradicionalmente izquierdistas (y hasta marxistas), que renuncian así a toda base teórica heredada, con la que sin embargo dicen tener una clara continuidad. Esto ni siquiera es idealismo, porque el idealismo nunca ha sostenido que la realidad no exista al margen de nosotros o que podamos decidir arbitrariamente cómo es, modificándola con el uso performativo del lenguaje; lo que sostenía es que hay unos a priori teóricos (Kant) o sociohistóricos (Hegel) que determinan el modo en que el sujeto se relaciona con la realidad, que es algo mediado, sí ‒lo cual se expresa en el concepto bien construido‒, pero al margen de semejante decisionismo simplón. El Nuevo Discurso Estándar que uno suele encontrarse suele argumentar así: “Todo es un constructo cultural. No nos gusta cómo funciona. Lo deconstruyes. Te deconstruyes. Ya está”. Simple eslogan publicitario. El pensamiento de mercadillo, que coge unas cosas de aquí y otras de allá, se basa en filosofías que o no se entienden o no se quieren entender, incluso cuando éstas ya son de por sí teóricamente muy cuestionables ‒y a menudo llevaban décadas totalmente desacreditadas en el mundo académico‒. Su base teórica es un pastiche, ya de por sí simplificado, de elementos ‒las más de las veces sólo la jerga‒ foucaultianos, deleuzianos, lacanianos y derridianos, usados (Foucault ya decía que lo hacía así, pero al menos tenía una base teórica propia) como “caja de herramientas” de la que se saca lo que se quiere y cuando se quiere, dando lugar a un caos metodológico y a una endeblez teórica terribles; para disimular, frecuentemente sus partidarios se refugian en otros autores académicos de solera (Hobsbawm, Chomsky, Bauman, etc.), que son citados como autoridad, pero de forma ya de por sí muy arbitraria y descontextualizada.

A esa endeblez teórica la acompaña algo peor, y es esa especie de pensamiento mágico que cala, sobre todo, en los sectores que reciben el pensamiento de mercadillo de forma directa (usualmente, universitarios que se dicen “progresistas”) o indirecta (sobre todo adolescentes implicados en el “activismo”). Suelen hacerlo muy acríticamente, y dando por hecho que lo que viene de la universidad, sólo por el hecho de venir de allí, es “ciencia”, es decir, algo totalmente demostrado e incontestable. Lo cierto, como decía antes, es que la producción de las facultades de ciencias sociales y humanas es hoy por hoy prácticamente ideología pura; en todo caso, el lego no es capaz de diferenciar cuándo lo es y cuándo no. Se legitima así ese pensamiento mágico que cada vez más cae en el nominalismo puro (la creación de jergas abstrusas sin correlato comprobable, la renovación periódica de conceptos-eslogan que se repiten hasta la saciedad, usando el lenguaje de forma chirriante para llamar la atención, salpicado de cuatro nociones filosóficas populares para investirse de autoridad), en su empeño de resignificar la realidad, para lo cual hay que haberla vaciado de significado antes.

En su empeño de dominar la realidad mágicamente con el lenguaje ‒renunciando a los programas del izquierdismo tradicional, materialista y obrerista‒, no dejan de producir conceptos-conjuro que creen que una vez lanzados surten efectos transformadores porque sí. Mantras que refutan inmediatamente las posturas contrarias o simplemente críticas (como acusar de mansplaining al varón que cuestiona algún postulado del Nuevo Feminismo, o tachar de neoliberal a cualquier defensor de la renta básica universal, o de positivista a quien se escandaliza por el avance de la paraciencia, etc.). Y esto si hablamos de las nociones “críticas” o “destructivas”, porque luego están las “afirmativas” o “constructivas”, toda una nueva vulgata filosófica que constituye la esencia misma del pensamiento de mercadillo. El uso de palabras-comodín que valen para lo que uno quiere cuando uno quiere, y dejan de hacerlo cuando no; jerga posmoderna tipo “deconstrucción”, “rizoma”, “forclusión”, “plus-de-goce”, “biopolítica”, “empoderamiento”, “sororidad”, los “afectos alegres”, los “cuerpos deseantes” y “sin órganos”, la apelación a sujetos históricos difusos que son revisados cada pocos meses porque nunca funcionan (últimamente se habla de “los muchos” para mentar un sujeto político inexistente), etc., y esto por no entrar en la violencia que se le hace a la sintaxis para transformar el lenguaje en arma política. Expresiones que se usan el 90% de las veces sin ton ni son, en cualquier contexto, y ello a la vez que se critica a otros ‒y es otro ejemplo‒ de la “apropiación cultural” que realizan, cuando no hay ejemplo mejor de ese “reciclaje cultural” que el propio pensamiento de mercadillo. Éste podría ser definido, de hecho, como la producción de recursos lingüísticos para mítines políticos y redes sociales
   
Éste es el terreno de juego que ha construido durante décadas la post-izquierda, que hace tiempo que renunció a la lucha de clases ‒con independencia de que siga haciendo apelaciones retóricas a ella‒ porque dio con otras más rentables, cuanto menos en términos de prestigio y posibilidad de acceso a puestos en la cátedra, la política y la industria cultural.  Y ello pese a que el conspiracionismo estadounidense de la alt-right hable de “marxismo cultural” para referirse a un plan de socavamiento izquierdista de sociedad (dirigido desde China, Rusia, etc.); lo que hay es un abandono del izquierdismo, esto es, del obrerismo, en favor de discursos locales, trasversales o meramente coyunturales, a menudo muy oportunistas y fácilmente reciclables en otros nuevos. Incluso cuando critica el capitalismo, el pensamiento de mercadillo lo hace desde posiciones individualistas (o de ciertos colectivos fuertemente cerrados) y hedonistas sorprendentemente evocadoras de éste, que suele verlas, dicho sea de paso, con clara simpatía, y hasta las promociona “en nombre de la libertad de expresión”. Se vende así como “antisistema” el propio sistema, encantado con que estos nuevos postulados trasversales sustituyan a otros, clásicos, más incómodos: en este sentido, toda concesión económica e institucional que tenga que hacer siempre le saldrá más a cuenta.

En cuanto a los nuevos “productores de discurso”, hay que señalar su origen para entender mucho de lo que hoy se hace. La inmensa mayoría procede del ámbito humanístico, muy amenazado, y que quiere reclamar dominios discursivos específicos en los que reinar. El problema ‒debido ante todo a la mediocridad de tales “agentes culturales”‒ es que no los encuentra, así que se los inventa. El “todo vale” de los estudios culturales, versión divulgativa (y hasta pop) del pensamiento posmoderno, es el refugio perfecto para ellos. Haciendo una lectura superficial ‒por no decir convenientemente falseada‒ de la Escuela de Fráncfort y otros autores, el pensamiento de mercadillo sostiene que entre los productos de la superestructura simbólica e ideológica se encuentra la propia ciencia, que ésta es un resultado ideológico, una condensación de relaciones de poder. Así, la “voluntad de poder” determina, cuanto menos en parte, el contenido científico (en este respecto, el daño hecho por la línea nietzscheano-foucaultiana es terrible). De esta forma, todo lo superestructural se homogeniza, se pone al mismo nivel, o dicho de otra forma, la ciencia termina siendo ella misma ideología ‒cuando en realidad es lo único que la destruye‒. Donde Marcuse, y después el primer Habermas, denunciaban un uso ideológico de la ciencia y la técnica, la vulgata posmodernista ve, lisa y llanamente, ideología. La ciencia, así pues, ya no puede zanjar disputas mediante metodologías comprobadas, demostraciones empíricas o cuanto menos el más estricto rigor lógico, sino que es un discurso más al servicio de intereses de mercado. Eso sí, los propios estudios culturales no lo son: son emancipadores, siempre, porque ellos lo dicen.

Al final, todo es ideología, y cualquier disputa sociopolítica o cultural se reduce a un duelo de ideologías (aquí los “honores” hay que concedérselos a postestructuralistas como los anteriormente citados, o a hermeneutas como Ricoeur), donde lo que importa es únicamente el valor moral de lo defendido, la postura que uno mantiene. Y claro, “nosotros” siempre somos los buenos, y por tanto tenemos razón (dado que la moralidad confiere veracidad), y “los otros”, que son malos, por ello mismo están equivocados. Esta argumentación implícita no es que sea hipócrita, es que es contradictoria, pues siempre ve el poder detrás de todo dispositivo discursivo, salvo del propio; al parecer, al reparar en esa metaverdad la cancela, y por eso se siente libre de explicitar los motivos de dominio que están tras sus propios postulados (más allá de un pueril “nosotros somos los oprimidos”). No es de extrañar que al amparo de estos discursos crezca cada vez más la negación histérica de la ciencia, y proliferen los defensores de bazofia paracientífica que revela “las verdades que el sistema quiere ocultar”. Todo ello solidario, lo quieran o no estos profetas new age, de la ola de reacción que se extiende por el mundo, cuyo olor a fascismo in nuce ya da miedo. Y es algo que con sus diversas formas de epistemofobia, arbitrariedad teórica, populismo barato y uso de las redes sociales para la desinformación y el linchamiento mediático, la post-izquierda está alimentando. 




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© David Puche Díaz y 
Daniel Puche Díaz, 2018
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