LA IDENTIDAD EUROPEA



No es casual que el triunfo absoluto del pensamiento instrumental (la razón mercantil elevada a criterio único desde el que planificar el destino colectivo) y el desprecio institucional al que es sometida la filosofía coincidan en el momento en que Europa atraviesa la peor crisis de identidad que se le recuerda desde la Segunda Guerra Mundial. El triunfo sin reservas del modelo socioeconómico neoliberal, ya global, y por tanto sin una “exterioridad” que le sirva de contrapeso ‒como lo fue el comunismo hasta principios de los noventa‒, aboca a la que fuera cuna de dicha globalización, o por lo menos a una parte considerable de ella, a la misma suerte que en otro tiempo tuvieron que sufrir sus colonias y los países de los que extraía mano de obra barata y materia primas a precio de coste (quizá no sea aún tan dramático, pero todo va en esa dirección). El rumor de un malestar profundo ‒al que podríamos llamar, por qué no, nihilismo‒ crece sin parar y sacude, en primer lugar, a aquellos países que padecen la penuria económica, pero a continuación también ‒aunque con diferentes acentos, no cabe duda‒ a los países que no han sufrido en sus carnes lo peor de la crisis económica. En cualquier caso, se percibe que algo falla.

En la coyuntura actual, y frente al movimiento integrador de décadas anteriores, de inspiración universalista y cosmopolita (aunque ese carácter “ilustrado” pueda hoy ser visto, quizá demasiado fácilmente, como la máscara que el capitalismo más salvaje se puso para lograr sus fines), Europa se rasga en zonas de “diferentes velocidades” ‒a saber: los países beneficiados por la crisis y aquellos que, en cambio, han sido dejados de lado como lastres ante ella‒. Aparecen asimismo, o reaparecen con fiereza desatada, movimientos pendulares opuestos a aquel integrador, los cuales podríamos resumir en, por un lado, izquierdismos populistas que dan por finiquitada la idea de la Unión, y por otro, la reacción de extrema derecha, en su clásica forma nacionalista (ya sean nacionalismos asimiladores o disgregadores, que tanto da). Como telón de fondo, en el que se conjugan otros problemas ‒inmigración, conflictos geoestratégicos, etc.‒, hay que añadir, por supuesto, el fundamentalismo religioso (en sus versiones, con obvias diferencias, cristiana e islámica).

Mientras estos factores no dejan de retroalimentarse ‒y han ocurrido ya acontecimientos tan notables como el Brexit‒, Europa se pregunta cada vez más por una identidad que en algún momento parece haber “perdido”, como si tal cosa hubiera ocurrido un buen día, sin que nadie se hubiera dado cuenta, y ahora se reparara al fin en ello. Es cierto que en épocas de bonanza las cuestiones metafísicas (relativas a la condición humana y al sentido de la existencia) e identitarias (esa apremiante pregunta por el quién y qué somos) son claramente descuidadas. La teoría encuentra su momento propicio siempre en momentos de crisis, cuando las condiciones materiales de existencia se tambalean y, con ellas, el edificio sociocultural entero necesita reasentarse y encontrar nuevos rumbos, proyectos comunes alternativos a los que han demostrado su fracaso u obsolescencia. Pero la cuestión clave aquí es aclarar si, ciertamente, Europa ha perdido su identidad (de modo que ésta, aun perdida, sería algo “reconstruible”, o en todo caso “rememorable”) o si, por el contrario, Europa nunca ha tenido tal cosa como una “identidad”, sino que sería esa región del mundo ‒o mejor, ya que Europa no es sólo una denominación geográfica: esa forma de entender el mundo‒ que “siempre ya” ha perdido su identidad, y que sólo retrospectivamente se preocupa por aquello que, en realidad, nunca tuvo.

Si esto último es correcto, como creo, Europa sería, ante todo, la reflexión misma acerca de Europa, la duda acerca de qué significa “Europa”, y por lo tanto esa identidad nunca puede ser fijada. Y esto es así porque la autoconciencia europea, el órgano de su autodiagnóstico, no es otra cosa que esa tradición teórica ‒tan ignorada hoy‒ a la que llamamos filosofía; y como quiera que ésta es pura reflexión (“volverse sobre sí”), difícilmente puede a la vez ser algo estable. El ser presupone estabilidad, homogeneidad, convicciones inquebrantables… precisamente eso que Europa, históricamente, no parece tener. Y cuando lo ha tenido ha sido en los períodos más negros de su existencia, que quizá estén comenzando de nuevo, ahora que hemos olvidado el último Holocausto en el altar de la identidad.




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© David Puche Díaz, 2018.
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